De niño formé parte de un grupo que saliendo del colegio de primaria 990 acostumbraba visitar al costado, la parroquia del Espíritu Santo, de curas franciscanos que nos recibían felices, con la idea de entusiasmarnos para que nos sumemos a su congregación.
Fue así que más de una vez pude tocar las campanas de la iglesia, que era una tarea confiada únicamente a un sacristán, que por ahorrarse la molestia nos enseñó el arte del repiquetear de las campanas.
Era una aventura que comenzaba por trepar estrechas escaleras hasta llegar a lo alto del campanario y acceder a una vista impresionante, espectacular, de todo el barrio.
Dos eran las campanas y las sogas que había que jalar con fuerza para que el badajo, la porra o carajo, golpee uno de los lados interiores y produzca el fuerte sonido que termina por volver sordos al encargado.
Cuando por insistencia me confiaron la tarea tuve que hacerlo tres veces en media hora. Son tres llamadas, toques o señales con intervalos de quince minutos para anunciar que va a comenzar la misa.
Y ver que comienza a llegar la gente, hasta llenar el templo, me produjo una gran satisfacción y es que eso de sentirse útil es algo que persiguen los niños sin otro interés que el de servir a los demás.
Es en ciudades pequeñas donde vuelvo a escuchar el sonido de las campanas que llaman a misa me recuerdan las correrías de una infancia divertida, entretenida, movida, inolvidable.