Por esos misterios de la vida que solo con el tiempo llegas a entender, hace varios años acudí a una conferencia que dictó el historiador, arqueólogo y antropólogo Federico Kauffmann Doig, en la Universidad Agraria La Molina.
El defiende la teoría que atribuye a Centroamérica el origen de nuestra cultura andina, contraria a la autoctonista de Julio César Tello. Habló sobre el impacto que tuvo la llegada de los españoles en la salud de la población nativa.
Raras enfermedades diezmaron a los habitantes del antiguo Perú, que igual que ahora, no estaban preparados para la epidemia. Sobrevivió solo uno de cada diez personas, tal vez menos. El significado de diezmar.
Esta misma información, sustentada en diversas evidencias históricas es explicada luego por distintos estudiosos que aunque no precisan cantidades, coinciden en la dimensión de una tragedia que redujo los habitantes del imperio incaico a una décima parte o tal vez menos. De seis millones quedaron 600 mil.
El impacto fue tan grande que modificó conceptos sobre propiedad agraria, desató guerras intestinas como la de Huáscar contra Atahualpa y sentó bases para la formación de las grandes haciendas durante la colonia.
Kauffmann contó que los españoles trajeron como principales aliadas a varias enfermedades que, sin sospechar, los ayudaron a someter naciones rendidas ante plagas que no pudieron combatir.
Sarampión, sífilis, viruela, rabia, difteria, paludismo, malaria, paperas, fiebre amarilla y cólera, por mencionar algunas, tuvieron como agentes transmisores, además de ellos mismos, otros aliados como las ratas, caballos, burros, vacas, chanchos, cabras, corderos, pollos y gatos, además de abejas, pulgas, piojos y cucarachas.
Quiero creer que tanto españoles como nativos desarrollaron anticuerpos que les permitieron sobrellevar la enorme variedad de epidemias y algo así tendrá que suceder con el coronavirus, antes que alcance esas dimensiones.
Los virus y epidemias tienen antecedentes en el Perú que se remontan a cinco siglos y casi 30 años pasaron para que logre entender la terrible dimensión de aquello que Don Federico me explicó tan minuciosamente, aquella soleada mañana de 1991 en La Molina.