Yo soy la bala de plata dijo un extraviado premier desorientado de tanto saltar de tienda en tienda, sin darse cuenta que solamente era una bala perdida, de esas que se disparan apuradas sin afinar la puntería y terminan por herir a personas inocentes que nada tienen que ver con la balacera de policías y ladrones.
Bala de plata es la que usaba “El Llanero Solitario” para impartir justicia y se convirtió, en el protocolo de la política criolla, en amenaza para disolver el congreso de la república, como Fujimori o peor aún, como Martín Vizcarra.
Pero unas son las balas de plata y otras muy diferentes las balas perdidas, que es como le decimos a jóvenes o señoritas que asoman al mundo desesperados por hacer aquello que no es conveniente, que es censurable, que está prohibido y les conducirá seguramente por un camino de perdición moral.
Balas perdidas fueron en su adolescencia Tatán y el Gringasho y miles de hombres y mujeres que abarrotan las cárceles de todo el mundo.
Son aquellos que desde muy jóvenes optan por el camino prohibido que rápidamente los conduce al delito y la degradación ética y moral.
Bala perdida es una expresión en el idioma español que se refiere a jóvenes que caen en el vicio de las drogas, muchachas alegres y promiscuas, personas dispuestas a incurrir en negocios turbios para llevar una vida atolondrada, desquiciada, irreflexiva.
A todas las definiciones que hasta hace poco conocíamos de este dicho, bala perdida, tendremos que sumar a personajes que desde la cumbre del poder político llegan precipitados por ocupar un lugar en el libro del anecdotario nacional de las conductas desatinadas y amenazas descabelladas.
No fue una bala de plata la que se disparó desde el palacio de gobierno, fue una bala perdida en el espacio infinito, alegre y divertido de la política criolla.