Para algunos la primera comunión resulta también la última, después de los numerosos compromisos que asume como los diez mandamientos que prohíben de todo, más bravos que la cuarentena.
Pero me sentí muy emocionado cuando me seleccionaron con el grupo que haríamos ese año la primera comunión y debía entrar al proceso de preparación con los catecismos, algunos cantos religiosos y el compromiso de ir temprano el día señalado, 8 de diciembre, sin desayuno, todo un sacrificio para glotones como yo.
Es emocionante cuando el sastre toma las medidas para el primer terno, el terno azul marino que después vestimos con una cinta blanca atada a uno de los brazos y en un bolsillo el paquete de estampitas, con motivos sagrados que al final de la ceremonia intercambiamos con los amigos.
Las niñas vestidas como pequeñas novias y supongo nosotros vistos como pequeños novios, como preparando lo que vendrá años después. Todos portando una gran vela, un cirio en la mano derecha.
Al momento de la consagración inclinar la cabeza y cerrar los ojos, el monaguillo hace sonar la campanilla, la banda militar revienta bombos y platillos y es cuando Cristo pasa a formar parte de esos alimentos. Rebelde de nacimiento insistí en levantar la cabeza para intentar ver lo que estaba pasando.
Caminar hasta el altar y recibir la ostia consagrada es el número central del sacramento, para disfrutar después de un desayuno con chocolate caliente y deliciosos bizcochos con mantequilla. En dos palabras: libre de pecado.