A propósito de la reciente publicación de un artículo sobre la historia del pollo a la brasa en el Perú, escrito por Jorge Yeshayahu Gonzáles-Lara, Sociólogo y Master en Marketing y a pedido de un atento lector, trato de recordar cuándo fue que comí por primera vez en mi vida una porción de pollo a la brasa.
Sucedió hace mucho tiempo, muchísimo tiempo, desde que pude saborear ese primer pollo a la brasa, cuando era un niño que comenzaba a tener “uso de razón”, que es la edad que marca nuestra capacidad de pensar, de razonar y de juzgar nuestros propios actos. Ese sexto sentido que hace a las personas diferentes de quienes suponemos semejantes.
La pollería fue una de las primeras que comenzó a funcionar en Tacna, en una esquina de la avenida Bolognesi, frente al Hotel de Turistas.
Éramos un grupo numeroso, entre niños y adultos y lo que más nos entusiasmó fue que podíamos comer con las manos, no se usaban cubiertos. Los cuartos de pollo llegaron en canastillas de mimbre junto a otras canastas llenas de calientes y crocantes papas fritas.
Entre bocados de pollo y papas fritas el estómago de los niños se llena rápido y entonces nos alcanzaron recipientes con agua tibia y toallas para que nos lavemos las manos…y la cara.
Fue una alegría saber que podíamos comer el pollo de una manera diferente, cocinado con brasas de carbón macerados en una suma de aderezos de sabores intensos, distintos a los acostumbrados en casa. Tal vez solo era cuestión de cantidades, de proporción.
Ahora cuando vuelvo a saborear el pollo a la brasa procuro hacerlo en lugares en los que no exageran con el uso de condimentos y por cuestión de costumbre procuro emplear los cubiertos para después no tener que lavarme hasta la cara.