El dicho tiene su origen en Francia, en tiempo de Enrique IV el primer monarca Borbón en ocupar el trono de Francia. Lo dijo para justificar su conversión al catolicismo, ya que él era protestante.
Con el tiempo adquirió un significado que tiene que ver con hacer un gran sacrifico con tal de alcanzar algo aún mucho mayor.
La conversión de Enrique, con lo que acabaron las guerras entre católicos y protestantes, ocurrió en la ceremonia de abjuración el 25 de julio de 1593 en la basílica de Saint-Denis. El peso de la aceptación del nuevo rey por la ciudad de París permitió a Enrique entrar triunfalmente en la capital el 22 de marzo de 1594.
Es una frase célebre que destaca la importancia de establecer prioridades en la vida.