El Hermano Pablo di Marzo era un italiano delgado, casi calvo cuando fue mi profesor de 4to y 5to de secundaria, bajito, tan bajito que se salvó por pocos centímetros de ser enano y entonces mejor le habría correspondido enseñar en la primaria, con los pequeños.
“En el nombre del padre, del hijo y del espíritu santo” se santiguaba y todos, de pie, hacíamos lo mismo y después nos indicaba que podíamos sentarnos para comenzar la clase de matemáticas o geometría.
Entretanto ya nos había observado con los ojos entrecerrados, nos escrutaba de pies a cabeza con esa mirada imagino del oficial nazi pasando revista a sus tropas y pobre del que hubiera cometido la imprudencia de un gesto irrespetuoso en el momento que para él era el más importante del día.
Sabía de memoria cada paso del problema, con acento italiano, para explicar la solución de los teoremas, la suma de los catetos y el tamaño de la hipotenusa que abrumaban a los que escogieron letras para escapar a la fantasía de los números.
Saquen una hoja de papel, era la indicación para anunciarnos que se venía un “control”, un examen para comprobar lo aprendido y la inevitable nota que se registraría en la libreta quincenal.
Caminaba por los angostos pasillos entre las filas de carpetas individuales y no dudaba en usar el cordón del hábito negro para hacer el ademán de golpear al “diablo” caballero Fuster o “la vieja” caballero García, tentados siempre a la diversión.
Fue un cura buena gente, “patita” le pusieron por ahí, bondadoso sin dejar de ser estricto, sonriente, amable y dispuesto a escuchar y comprender, un alma de Dios.
Los dos últimos años de la secundaria se van muy rápido, seguramente acelerados por la inminencia de tener que decidir lo que será el resto de nuestras vidas y así, con la velocidad del tiempo que comenzamos a conocer abruptamente, dejamos el colegio y nos despedimos de algunos para siempre.
No fue así con el Hermano Pablo. El destino me llevó a principios del nuevo siglo a trabajar en Cajamarca y supe que estaba ahí, en el colegio marista de esa ciudad.
Lo busqué y conversamos una tarde, cuando noté que él no se acordaba mucho de nosotros, seguramente, pensé, por la cantidad enorme de promociones de alumnos con los que tenía que seguir lidiando, eternamente. En cambio, para nosotros, sus alumnos, el asunto del colegio tenía una fecha límite que venció muy pronto.
Lo último que supe de él, contado por el Hermano Fernando, es que estaba en una casa de reposo, a donde van los religiosos de avanzada edad que, como nos puede suceder más adelante, había comenzado a olvidarse de todo, de los nombres y de los apellidos, de la ciudad donde estaba y hasta del lugar donde nació, perdió la memoria y necesitaba ser asistido.
El Hermano Pablo era el más religioso de los religiosos que tuve de profesores, era un Santo.