De la caña de azúcar se extrae un jugo dulce a partir del cual se produce esa sustancia infaltable en los hogares que da nombre a la planta, pero también para una serie de subproductos como el alcohol, la melaza, los rones y la panela.
Uno de estos subproductos es la melcocha, que se consigue a partir de la panela fundida, sobada, mezclada con anís, maní y envuelta en papel celofán brillante, transparente, rojo, amarillo, verde o azul y se convertía en el dulce favorito de los escolares.
Confieso que cada vez que visito Tacna, busco ese dulce de mi infancia que disputa honores con finos pasteles heredados de la colonia italiana, como los cachitos de mil hojas rellenos de crema pastelera.
Me crie saboreando las melcochas Hidalgo y cuando estudiaba para profesor me tocó conocer a Richard, el hijo mayor de los fabricantes de melcochas, con quien compartí audaces aventuras como viajar a dedo hasta Tumbes, en las vacaciones de medio año.
Richard, de cabellos algo más largos que lo acostumbrado hace 50 años, conducía un programa de radio que con los Beatles revolucionó los gustos musicales, tal como ocurría en todas partes.
En el verano instaló un quiosco para venta de bebidas gaseosas, en La Lisera, cerca a la orilla, que con el nombre de “La sombrilla sicodélica” se convirtió en centro de atracción de adolescentes atraídos por la misma música que escuchaban en su programa de radio.
Ambos dejamos la Escuela Normal para buscar trabajo en Lima y mientras redactaba mis primeras notas en La Crónica, Richard fue rotando por distintos empleos hasta que lo perdí de vista.
Después de muchos años, alrededor de medio siglo, lo volví a encontrar siempre con la sonrisa que le permitió cosechar toda una legión de amigos y junto a una taza de café me contó que acompaña a su hija en la administración de un hostal, muy cerca al palacio de gobierno, al que llegaban turistas de todo el mundo. Me temo ahora vacío por el aislamiento universal, padeciendo como todos, las consecuencias de esta terrible peste china.