Un día entró a la oficina de redacción de Correo una jovencita con un traje apretado y luciendo la imagen de una casta criatura, una caperucita expuesta a los peligros de lobos feroces y todos nos pusimos muy atentos por conocer los motivos de su bienvenida visita.
Contó que acababa de contratar avisos anunciando su espectáculo, en el club nocturno del sótano de un céntrico hotel. Que estaba de paso, que luego iría a Arica y desde allí continuaría su gira internacional por Santiago, Buenos Aires, Montevideo y Sao Paulo.
Confesó que le habría gustado ser periodista y que por esa razón invitaba a toda la redacción para que la acompañen esa misma noche, en su debut, que habrá una mesa reservada para los hombres de prensa, que no nos preocupemos, que ella se haría cargo de todo.
El cierre de la primera página se mantiene para el último momento y ocurría después de las 10 de la noche, hora ideal para asistir al compromiso.
Bajar las escaleras e ingresar al club nocturno es penetrar a una especie de moderna catacumba, es el encanto seductor de las cosas prohibidas, una invitación al pecado, la antesala al infierno, a un pequeño submundo misterioso y marginal.
Adentro nos reciben anfitrionas con pequeños trajes de diablas que nos acomodan al fondo, en la última mesa, la que está más lejos del escenario, donde un orquesta de circo pobre despierta a los borrachos, un cantante de tangos agoniza lamentando un amor imposible y un criollo desconsolado reclamando le devuelvan el rosario de su madre.
“…yo sé que tu taconeo se fue pisoteando al tiempo y en las calles del recuerdo sólo quedaron los ecos“, cantaba Marisol recordando a Polo Campos, “y en la esquina solitaria voy a ver a mi alma, que espera tus pasos, buscando mis brazos y sin tu sonriiiisa…”
Temprano, al día siguiente, escuché la llamada preocupada del alcalde para recordarme que anoche, en otra mesa, estuvo disfrutando del espectáculo “igual que ustedes al fondo –dijo- todos los del diario”. Te voy a pedir un favor, de hombre a hombre.
– Dime, ¿de qué se trata? pregunté.
– ¿Te acuerdas de esa cantante que estuvo al final del espectáculo?
– Claro – dije- era Marisol y ví que se acercó a tu mesa. La verdad es que me retiré temprano, en cuanto dejó de cantar, respondí.
– Lo que pasa es que se acercó y estuvimos bailando.
– Qué bien, te felicito, le dije, es una chica muy bonita, agregué.
– No, no entiendes, resulta que la tal Marisol no es chica, es cabro y no pasó nada malo. ¿Qué voy a decir en el municipio? ¿en mi casa a mi mujer, si se te ocurre poner que estuve bailando con un cabro?
– Disculpa -respondí- no sabía, no parecía…sorpresa.
En una pequeña ciudad no había necesidad que algo se publique en el diario para que todos pudieran enterarse, justamente de aquello que se pretendía mantener en secreto. Marisol actuó esa noche y nunca más supimos de ella… de él.