Se llamaba igual que el cantante de boleros y tenía algún parecido al artista, con poco más de veinte años se había convertido en el brazo derecho del administrador del diario Correo de Tacna y cultivaba amistad con los redactores de la misma edad.
Al mediodía a veces nos llevaba a restaurantes alejados del centro, en la campiña, en su Toyota verde que mantenía como nuevo, limpio y reluciente.
Era el encargado de pagar los sueldos y anotar en grandes libros de contabilidad todos los ingresos y salidas de dinero, en los que escribía primero con lápiz y borraba para hacer todo con tinta, cuando estaba seguro que cuadraría sin ningún error.
Brindaba su amistad cómplice con una fácil y franca sonrisa que acompañaba cada vez que acudíamos a solicitarle un vale, un adelanto de quincena.
Prefería no tomar licor debido a que tenía que manejar y después enfrentarse a ese laberinto de números rojos y azules que bailaban en su mente con la fotografía de las ventas y devoluciones, avisos y pagos a proveedores.
No era aficionado al canto pero de tanto llamarse igual lo animábamos a intentar “No me amenaces” y “Me engañas mujer” que comenzó lograr cada vez con mayor éxito. Copió algunos gestos del famoso personaje y decíamos que era su hijo, en una broma que resultó creíble.
Era hijo único y nunca supe si se casó y tuvo descendencia, ojalá que sí, pero alguien me comentó que murió en Moquegua en un accidente de tránsito.
Esos libros contables ya no se usan y los registros se llevan de manera virtual, en computadoras, con programas diseñados para no errar.
A Lucho lo recuerdo con el mismo afecto de siempre y lo imagino sentado en su escritorio, en la entrada del área de administración, en la casa de Banchero, con lápiz y borrador como en el colegio de primaria, esperando que suene la campana para salir a cantar un poema a la vida.