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sábado, noviembre 23, 2024

LA PROCESIÓN DE LA BANDERA

Por Federico Barreto

Tacna y Arica –lo mismo que Alsacia y Lorena- han sido teatro durante su largo cautiverio de episodios interesantísimos que han hecho proverbial en todas partes el patriotismo inextinguible de los hijos de aquellas provincias. Desgraciadamente, en el Perú no ha habido un escritor que – a semejanza de Antonio Daulet en Francia – haya eternizado esos sucesos en el libro para ejemplo de las generaciones venideras y también para honra y gloria del país.

Yo que he nacido en Tacna y he pasado allí mi niñez y parte de juventud, he sido testigo presencial de esos episodios que recuerdo siempre con orgullo. Un compañero de labores periodísticas me pide que narre alguna de esas anécdotas, y accedo a la demanda, a sabiendas de que mi relato no producirá en el ánimo de las personas que lo lean, la honda impresión que sacudió mi espíritu cuando vi desarrollarse ante mis ojos la inesperada y conmovedora escena que hoy voy a referir.

Ocurrió el caso en 1901. Era por entonces Intendente accidental de Tacna el general don Salvador Vergara, hombre impresionable y receloso que, durante su breve administración mantuvo siempre sobre las armas, lista para cualquier evento, a la guarnición militar que se hallaba a sus órdenes, como si esperase que un enemigo invisible atacara la plaza de un momento a otro.

Una institución tacneña muy antigua y muy prestigiosa: La Sociedad de Auxilios Mutuos “El Porvenir” quiso un día hacer bendecir en la iglesia parroquial un magnífico estandarte de seda, bordado en oro; pero, como en aquellos días habían prohibido las autoridades chilenas exhibir banderas peruanas en la ciudad, fue menester enviar una misión de socios a la intendencia a recabar el permiso correspondiente. La negativa del general Vergara fue rotunda.

  • No quiero banderas en las calles- dijo. Provocan manifestaciones patrióticas y esas manifestaciones dan origen a contramanifestaciones que ponen en peligro el orden público.

Y no hubo medio de hacerle variar la resolución.

Días después, ya en vísperas del 28 de julio, la Sociedad “El Porvenir” que deseaba celebrar de alguna manera el día de la patria, volvió a solicitar el permiso deseado, y el Intendente volvió a denegarlo.

  • Lleven el estandarte a la iglesia en una caja –dijo- y en la misma forma vuelven con él al local de la Sociedad. Así nos ahorramos un conflicto.

Insistió la comisión, alegando que en Tacna todas las colectividades extranjeras, incluso la china, enarbolaban su bandera cuando les complacía y no era justo que sólo los peruanos, que estaban en suelo propio, se viesen privados de esta libertad.

Una idea extraña, sabe Dios de qué alcances posteriores, debió cruzar en ese momento por el cerebro del general Vergara, pues, cambiando repentinamente de tono dijo:

  • Tienen ustedes el permiso que solicitan; pero con la condición de que me garanticen, bajo responsabilidad personal, que al conducir la bandera por las calles el pueblo peruano no hará manifestación alguna de carácter patriótico. Exijo, desde luego de un modo concreto, que no haya aclamaciones, ni vivas, ni el más leve grito que signifique, ni remotamente, una provocación para el elemento chileno.

Los miembros de la comisión se miraron un tanto desconcertados, estimando sin duda, demasiado aventurado el compromiso que se le imponía; pero, resueltos a todo, lo aceptaron, poniendo así en grave riesgo su responsabilidad.

  • Está bien señor Intendente – dijo uno de ellos hablando por todos- No se oirá un solo grito en las calles durante la procesión del estandarte.

Al día siguiente los diarios peruanos, a la vez que daban a conocer al público el grave compromiso contraído por la comisión, recomendaban eficazmente a los hijos del lugar que el día de la fiesta honraran con su actitud la palabra empeñada al mandatario de la provincia.

Los aprestos para la gran ceremonia, que debía realizarse una semana después, en el día de la patria, comenzaron desde luego como toda actividad en medio de la más intensa expectación pública.

La institución encargada de organizar el programa –conocedora del carácter altivo y rebelde de la gente de Tacna- abrigaba el íntimo temor de que la fiesta acabara en tragedia. Un viva el Perú, contestado con un viva Chile, podía convertir las calles de la ciudad en un campo de batalla. En medio de esta incertidumbre, llegó, por fin, el 28 de julio.

En las primeras horas de la mañana, más de 800 miembros de la Sociedad “EL Porvenir” condujeron a la iglesia de San Ramón – la principal de Tacna- el estandarte que había de bendecirse. Esta traslación se realizó, intencionalmente, por calles poco concurridas, a fin de evitar, en lo posible, que la hermosa bandera fuese conocida por el vecindario antes de la ceremonia.

Comenzó esto a las 10 con el concurso de casi la totalidad de la población peruana.

Las tres naves del templo estaban materialmente repletas de gente. Afuera, en el atrio y en las calles adyacentes, una multitud incontable aguardaba, impaciente, el fin de la fiesta religiosa para escoltar la bandera del cautiverio.

En el altar mayor oficiaba, auxiliado por dos diáconos, el cura vicario de la parroquia, doctor Alejandro Manrique –antecesor del célebre cura Andía- que poco después sacrificó su vida en servicio de la patria.

Bendíjose el estandarte, cantóse el Te Déum solemne, y en seguida el vicario subió al púlpito y habló a la enorme concurrencia, exhortándola a mantener siempre latente en el alma el amor a Dios y a la patria; a soportar con entereza la amargura del cautiverio y a confiar sin desmayo en las reparticiones justicieras del porvenir.

Esta oración, intitulada “La cruz y la bandera” conmovió intensamente al auditorio.

Terminada la ceremonia la concurrencia comenzó a abandonar el templo y a engrosar el inmenso gentío que se agitaba, imponente, en los alrededores.

Al último, cuando ya no quedaba nadie en el interior de la iglesia, apareció en la puerta, sostenida en alto, hermosa y resplandeciente como nunca, la bandera blanca y roja del Perú.

Y entonces, en aquel instante solemne, ocurrió allí, en la calle llena de Sol  y apretada de hombres, mujeres y niños, de toda condición social, algo inesperado y grandioso; algo que no olvidaré nunca; algo que me hizo experimentar una de las emociones más hondas de mi vida.

Apareció el estandarte en la puerta del templo, y las 10 mil personas congregadas en el atrio y en las calles inmediatas se agitaron un momento y luego, sin previo acuerdo, como impulsados por una sola e irresistible voluntad, cayeron, a la vez, de rodillas extendiendo los brazos hacia la enseña bendita de la patria.

No se oyó una exclamación, ni una sola exclamación ni el grito más insignificante. Sellados todos los labios por un compromiso de honor, permanecieron mudos. Y en medio de aquel silencio extraño y enorme que infundía asombro y causaba admiración, la bandera, levantada muy arriba, avanzó lentamente por en medio de aquel océano de cabezas descubiertas.

Y pasó la bandera y detrás de ella, como enorme escolta, avanzó el pueblo entero, y aquella procesión sin música ni aclamaciones siempre en silencio, siempre majestuosa recorrió -imponiendo respeto y casi miedo- los jirones más céntricos de la ciudad cautiva.

En una bocacalle, un antiguo soldado del Campo de la Alianza, un hombre del pueblo invalidado por un casco de metralla, se abrió paso como pudo entre la compacta muchedumbre, aproximándose al estandarte, besó con unción religiosa los flecos de oro de la enseña gloriosa. Y un enjambre de niños imitó luego al viejo soldado. Y ante aquel espectáculo, a la vez sencillo y sublime, tuve que apretar los ojos para contener las lágrimas.

Al paso del cortejo – en el cual el gentío parecía transfigurado por el dolor y el patriotismo- los transeúntes se descubrían pálidos de emoción y hasta los oficiales y soldados chilenos, visiblemente impresionados, levantaban maquinalmente la mano a la altura de sus gorras prusianas en actitud de hacer el saludo militar.

Hace largos años que presencié este episodio. En el tiempo transcurrido hasta ahora, sucesos de toda índole han impresionado fuertemente mi espíritu; pero ninguno – lo repito- ha dejado huella más honda en mi corazón.

Ahora, al evocarlo después de tanto tiempo, pasan por mi memoria otras anécdotas patrióticas ocurridas en nuestras provincias irredentas, y mi ánimo se conforta y crece mi confianza en la salvación de esos pueblos, dignos mil veces de un gran porvenir, y siento orgullo, grande y legítimo orgullo de haber nacido en Tacna.

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