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sábado, noviembre 23, 2024

LA LISERA

La Lisera es una playa en La Boca del Río, donde pasé todos los veranos desde que nací hasta la adolescencia. Tiene una poza diseñada para niños, sin ningún peligro salvo cometa la imprudencia de nadar hasta donde rompen las grandes olas.

Desde la orilla hasta una roca ubicada en el mismo centro de la poza (la roca del fierro) solían atar una soga de la que se sostenían quienes tenían temor al mar y al vaivén de sus olas amortiguadas en una barrera de rocas.

Fue el tiempo de los ranchos de esteras salvo una pequeña habitación donde alguna vez funcionaba “la aduana” que nunca entendí, generalmente ocupada por algún aduanero y dos o tres casas de los Chiarella ubicadas muy cerca, al costado, en la playa “Las Conchitas”.

Entre la primera fila de ranchos y la orilla del mar, una ramada ofrecía sombra a visitantes de otras playas o familias que llegaban a pasar el día y no encontraban mejor refugio.

Después de dos o tres semanas de usar alpargatas las terminábamos por descartar, cuando en la planta de los pies se formaba una capa dura que nos permitía caminar sin problema sobre la arena caliente y las rocas.

Me divertía ir temprano a comprar el pan de Napa, que ahora no se si era el apellido de los dueños o el tipo de pan cocido en horno de barro que solamente he podido comer en la playa.

Bañarse en el mar era el motivo principal que nos llevaba a La Lisera y esto ocurría muy temprano en la mañana, cuando el agua aparenta y ofrece mayor temperatura.

A media mañana, antes del almuerzo, era el momento de mayor concurrencia en la poza y luego en la tarde, antes que se ponga el sol, luego de corretear por otras playas o de las excursiones al cerro de la cruz.

La noche era para la tertulia, los juegos grupales de salón, bingo o lotta, alguna función de títeres que llamábamos circo o tal vez una fogata en la orilla.

“La Pilar” era una pequeña tienda a la que podíamos acudir cuando alguien se olvidó de alguna de las provisiones de la semana y fueron de los primeros en tener un pequeño motor de energía eléctrica, que comenzó a brindar alumbrado domiciliario consistente únicamente en dos o tres focos que pasaron a reemplazar las lámparas Coleman.

Esas lámparas funcionaban con querosene y encenderlas requería de todo un procedimiento que comprendía bombear aire al depósito de combustible y encender la camiseta que era sumamente delicada y cualquier roce la pulverizaba y había que colocar una nueva.

Donde ”La Pilar” de La Lisera (en el Pueblo había otra) tenían un tocadiscos que nos permitía escuchar nuestros discos de Chubby Chequer y su revolucionario twist y algunos nos atrevíamos a bailar como cuando sacábamos machas.

Los discos de vinil son ahora algo así como restos arqueológicos, pero en ese tiempo las chicas los solían coleccionar. Los discos chicos, con solo dos canciones, se tocaban a 45 revoluciones por minuto. En el lado “A” estaba la favorita y en el lado “B” alguna composición de menor aceptación. Los discos grandes, con entre 15 y 20 canciones a 33 rpm.

Algunos tenían tocadiscos portátiles que funcionaban a pilas y el intercambio de discos funcionaba como con las revistas, los comics.

El rancho de esteras me dio la experiencia de vivir muy cerca, en contacto con la naturaleza y en completa libertad, hasta para respirar.

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