La idea de un gran monumento surgió del jurista y político francés Eduardo Laboulaye, para que su país regale a los Estados Unidos de Norteamérica un obsequio con motivo del primer centenario de su independencia.
Contrató a su amigo el escultor Federico Augusto Bartholdi quien se inspiró en la diosa de la libertad, de la mitología romana y usó como modelo, según algunas versiones, a Eugenia Boyer, viuda del millonario Isaac Singer.
Barttholdi escogió un islote en la bahía del puerto de Nueva York para un monumento en el que también intervino Eiffel para la estructura interna que sostiene lo que se convirtió en un emblema mundial que simboliza la libertad, principal diferencia entre capitalismo y comunismo.
Ocupa un lugar en el ranking mundial que anteriormente se le asignaba al Coloso de Rodas al dios Helios, el dios solar en la isla griega de Rodas y al Faro de Alejandría frente a las costas de Egipto.
Mide 93 metros de altura y para su construcción hubo colectas en Estados Unidos y Francia y fueron cientos de miles de donantes los que contribuyeron para financiar la terminación del monumento.
Francia le puso empeño al proyecto debido a que quería sellar una suerte de alianza política que se sobrepusiera a la inclinación que un gran sector norteamericano mostraba hacia Alemania. Lo consiguieron y el tiempo les dio la razón, en esos días.
Hoy el mundo ve en esa antorcha la luz de la libertad, la esperanza de un modo de vida que empuja a una migración mundial que no se detiene y el escenario para nuevos destinos de gente que escapa a la miseria, las guerras y dictaduras, al hambre y la desesperación.
La gente no escapa de Estados Unidos a buscar otros paraísos diferentes, en otros países, que solo existen en los discursos retóricos de la demagogia.