LA DIGESTIÓN DE LA MUERTE
Nunca será fácil aceptar la muerte. Es un bocado que siempre se atraca en la garganta por su dureza, amargura o sabor desagradable. Pero finalmente tragamos ese bolo no alimenticio y lo digerimos, lo transformamos en eso que se llama recuerdo. Y ese recuerdo debe ser grato para que la victoria de la muerte no sea completa.
Todos estos últimos años, tres o cuatro, solía pasear, impajaritablemente, las tardes de los domingos por el Olivar de San Isidro. Ese era el lugar para una experiencia ‘peripatética’. Caminaba con mi amigo ítalo peruano Giovanni Quero, y conversábamos del acontecer político, y cuando nos cansábamos de ensalzar o ridiculizar a personajillos, hablábamos de literatura, jamás de cine o filosofía porque mi ignorancia de estas materias me impedía un diálogo de igual a igual con quien había estudiado filosofía en los 60 en la PUCP y cine en Francia. Pero de todas maneras teníamos mucho que conversar y nos despedíamos al atardecer satisfechos uno y otro de haber jugado una especie de partida de ajedrez que jamás tenía un ganador.
No puedo olvidarme de las incursiones en pastelerías cercanas o en huariques que Giovani había descubierto y donde vendían un café expesso preparado con una máquina made in Italy ¡Cuánto saben de buen café los italianos!
Giovanni había llegado al Perú a los 13 años. Hablaba perfectamente el peruano, pero a ratos lo traicionaba una entonación muy italiana que mis oídos reconocían, pues en la niñez y la adolescencia he conocido muchos compatriotas suyos y he seguido hasta el secondo mezzo rigolari, el curso de italiano. Pero Giovani, quien había nacido en 1939 tenía ya una larga estancia en nuestro país donde en los últimos veinte años se había desempeñado como publicista. Era un creativo excepcional. Y había trabajado en la Agencia Andina, otras agencias de publicidad y varios canales de televisión. Me hizo reir una vez con la expresión “no, mano”.
Hace diez días me dijo por teléfono que había contraído el COVID. Lo llamé diariamente para darle ánimo, para decirle que tenga el oxímeto a la mano y que esté en permanentemente contacto con su médico. La última vez que hablé con él me dijo que se sentía mejor. Al día siguiente no me contestó ni siquiera los mensajes que le dejé. Por último lo llamé y me contestó un pariente: estaba bastante mal. Ayer falleció. Tengo atracado todavía el bocado morturio.
Giovanni ya es espíritu. No sé dónde estará, en qué confines cósmicos, no creo que en ningún tribunal celestial, donde se revisa su expediente o legajo, eso se lo dejo a los cristianos. Pero tampoco creo que esté vagando en el vacío, así nomás. Seguramente se habrá integrado al Todo o, me traiciona mi cristianismo de la niñez, el creador le habrá dado como domicilio un lote en una región transparente, un parque El Olivar, eterno, donde debe estar acostumbrandose al clima de ese lugar, a las flores, peces y ardillas que tanto le gustaba observar. Y en ese caso debe estar viendo pasar por allí a otros espíritus, quizá algunos muy célebres como los que mencionábamos en nuestras caminatas sanisidrinas. Ojalá que se encuentre con sus admirados Leopardi y D´Annunzio, que tanto mentaba, y que delataba su nacionalismo. Si pudiera comunicarme con él por whatsapp le pediría que le enviara mis más afectusos saludos a mi tío Eugenio Montale.
Bueno, Giovanni, desde aquí, desde esta computadora, te envío un abrazo. Supongo que tendrás en su momento la amabilidad de guiarme por esos lugares por donde vaga tu espíritu, cuando yo deje este cuerpo de carbono y otras hierbas.
Giovanni Quero era un delicado escritor. Había publicado El maestro del Go y Efecto Transnalia. Dejó aquí un fragmento de un texto de Pluma de ganso, libro recientemente publicado por la prestigiosa Lluvia Editores que dirige Esteban Quiroz. Al parecer no se enteró de la salida de este libro que lo tenía ilusionado.
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El concurso “Pluma de Ganso” convocado por la editorial Fontis, aspiraba a ser el de una súper liga de confrontación de escritores, un gran evento que se realizaría en la isla eolia de Stromboli, al noroeste de Messina, en Sicilia, un volcán activo de 927 metros de altitud, y 3000 ocultos bajo el mar. El editor la había escogido como polo de atracción para revigorizar una literatura periclitante.
Allí en 1946 en el rodaje de la película de homónimo nombre, Roberto Rossellini inició su romance con Ingrid Bergman. Su esposa Anna Magnani para desquitarse, estrenó antes “Vulcano”. Fue la guerra de los volcanes que llenó las primeras planas.
El torneo se efectuaría en vivo, ante el público, en el hotel Primarosa, donde se había acondicionado un salón.
El premio a la mejor novela escrita en 30 días, sería disputado por nueve escritores que habían sido elegidos por sorteo entre cien postulantes. Durante ese tiempo ellos tendrían alojamiento y comida gratis.
Ese primer día de abril , Gianni Quiffi había sido el primero en bajar al comedor para tomar el desayuno…se sentó en un ángulo para no ser notado…Secundado por la turbia luz matinal un desganado camarero se fue alejando.
-¡Señor!-lo llamó-¿Le importaría traerme un café y tostadas?
El mozo se sobresaltó y giró sobre sus tacos, esta vez con una pirueta de bailarín de tango.
Ambos personajes enfrascados en sus preocupaciones dibujaban sus siluetas que se oponían, con cierta altivez.
-¡Apenas se inicie el servicio!- respondió el camarero, al parecer un tunecino, y volvió a alejarse. Quiffi, en su juventud, también había sido un displicente mozo en el Bristol de París.
En algún lugar se había enterado de la existencia del concurso por un volante arrastrado por el viento, como si hubiera venido en su auxilio para otorgarle otra oportunidad.
No tardaron en darle alcance el japonés Akio Norima, la polaca Natalia Cocowa, la argentina Dominga Moscovich, el peruano Ruperto Flores, el inglés Peter Landon, el español León Pascualillo, el griego Nestor Tribulis y la francesa Aline Furot.
-¡Quiffi!- En la gran ficción del todos nos conocemos, ninguno sabe mucho del otro, Tribulis lo había reconocido.
-¡Sabía que ya habías llegado! En efecto, una semana antes, se había alojado en la pensión Brambilla,-el hotel Primarosa resultaba muy caro-y algún paparazzo había registrado el paso trasgresor de un turista al superar los 294 metros de ascensión del volcán, permitidos. Su foto en el Gazzettino no podía escapar a una mirada escrutadora, pero no se mencionaba su nombre sino un comentario contra los irresponsables.
La mañana se iba aclarando. El camarero servía el té con tostadas y mermelada. A la una, el aroma de un habano anunció la presencia de Toni Costello, el célebre editor, en la ceremonia inaugural.
Los concursantes lo aguardaban en una mesa elegantemente aparejada, pero antes de tomar asiento, resbaló al compás de la música sobre el piso encerado. Todos se esforzaron para contener la risa.
El personaje tenía pecas en la cara, llevaba un traje de lino. Sus ojos claros se desplazaban con acuciosidad bajo frondosas cejas.
En el coloquio dejó entrever su peculiar perfil de publicista, a la vez que de letras, e hizo gala de sinceridad: no podía garantizar un turno en las modas literarias debido a que el interés por la lectura no se extingue por culpa de los lectores, sino porque los escritores menosprecian a los compradores de libros, abusando de historias trilladas.
“El plazo del concurso era corto”,-reconoció- “para lograr un best seller, pero Voltaire había escrito Cándido, en tres días”.
-¡Cándido él que lo crea!- exclamó incrédula, Dominga Moscovich buscando el visto bueno de sus compañeros.
Costello en vez de responder, endureció su posición, introduciendo un distingo entre turistas y concursantes que no figuraba en el folleto informativo: el disfrute de la dolce vita, los placeres de la mesa, serían solo para los primeros, para los segundos una disciplina espartana.
Los participantes tendrían que realizar algunos sacrificios que redundarían en su provecho.
Para la editorial, el noveno finalista no era menos importante que el quinto o el segundo, ya que los nueve libros formarían una colección. El ganador sería la locomotora de la venta y los demás, los vagones”.