Hay quienes afirman que enamorarse es una adicción que, como la peste, nos afecta a casi todos y muy pocos consiguen escapar a esa fuerza invisible capaz de cambiar la vida de las personas y empujarlas a cometer actos insospechados y extremos.
La humanidad se mueve a partir de ese motor misterioso en el que juega un rol determinante el instinto de conservación de la especie, que nos semeja a los animales más primitivos.
Enamorarse es más complejo que la simple atracción entre personas de distinto sexo (o del mismo) afinidad de costumbres, inquietudes culturales, sociales o pretensiones intelectuales.
Tiene que ver con asuntos químicos que generan mayor producción de dopamina, que es un mensajero químico del sistema nervioso causante de sensaciones placenteras.
Por eso que no andan muy equivocados quienes reconocen ese componente que puede generar un nivel de adicción que cambia conductas y somete voluntades.
San Valentín no conocía nada de eso es tal vez el santo más celebrado por los católicos pese a que la iglesia lo retiró del calendario litúrgico.
Fue un médico que se dedicó a predicar la palabra de Dios y se convirtió en mártir durante el imperio romano, decapitado por Claudio II “El gótico”, por atreverse a casar a soldados cuando estaba prohibido, debido a que el matrimonio los hacía vulnerables y menos atrevidos a la hora de enfrentar al enemigo.
Soldados enamorados exponían sus vidas y corrían peligro de ser asesinados como San Valentín, por culpa de ese sentimiento que, repito, puede ser más fuerte que nuestro instinto de supervivencia.
El día de los enamorados, con el tiempo, abrió sus brazos para festejar también la amistad, un sentimiento que igualmente hace más llevadera la vida entre las personas.
Desde aquí un fuerte abrazo a todos mis amigos y a los corazones enamorados.