Jugar con el yoyo a simple vista puede parecer hasta tonto pero tener en la mano uno de estos juguetes e intentar los malabares que se puede conseguir es muy diferente.
Existen evidencias que sugieren fue un entretenimiento juvenil, varios siglos antes de la llegada de nuestro señor Jesús. Copas, grabados y ceramios de antiguas civilizaciones demuestran que formaban parte de la distracción en tiempos remotos.
Y este pasatiempo pudo haber desaparecido si no fuera por un ciudadano filipino radicado en Estados Unidos a quien se le ocurrió instalar una fábrica de yoyo en 1928, en Santa Bárbara(California).
Pedro Flores era el nombre del feliz empresario que en corto tiempo hubo de abrir otras dos fábricas en Hollywood y Los Ángeles. Hace menos de cien años llegó la fiebre del yoyo a toda Norteamérica.
Al comienzo los hacían de madera y una pita, pero en algún momento llegó el plástico y junto con la Coca Cola arribó a Tacna en los años 60, cuando era posible canjearlos por chapitas premiadas y la popular gaseosa auspiciaba campeonatos nacionales de ese entretenimiento.
En las 200 casas las competencias eran diarias y entre amigos, sin otro ánimo de mostrar las destrezas que habíamos alcanzado, como esa de hacer que gire, no regrese a la mano y se quede dando vueltas abajo, a ras del piso y hacerlo avanzar; “el perrito”, le decíamos.
Otro era el trapecio, que consistía en armar una especie de sencilla estructura que simulaba ese aparato y una serie de otros malabares que nos mantenían entretenidos por largo tiempo.
Los juegos en línea, los chats, el celular y el mundo virtual han reemplazado estos juegos de antiguos y desconocido origen. Ahora queda en nuestra memoria como el recuerdo de una época mucho más sencilla, menos digital, más artesanal.
Te sugiero le compres a tu nieto un yoyo y te aseguro lo vas a sorprender. En dos palabras, juego olvidado.