Hasta el año pasado teníamos, entre otras curiosidades, tres periquitos australianos que además de acompañarme con sus pequeños cantos, me ayudaba a pasar la mañana entretenido conversando en idioma pajaril al tiempo de cambiar el agua y la comida, compuesta básicamente por alpiste mejorado.
De vez en cuando los sorprendía con un trozo de zanahoria o apio, que les gustaba y celebraban con más cantos, que también usan para reclamar comida o simplemente que les prestes atención. Son como todas las criaturas, necesitan les prestes siquiera unos minutos de tu mirada.
Compramos un macho y una hembra en una tienda de aves y después nos llegó otra hembrita herida, coja, pero igualmente alegre con sus chirridos.
Fue la primera en irse y mi hijo menor pasó por el trance de sacarla de la jaula y proceder luego a su sepultura, en uno de los jardines del frente. Una tumba que desapareció muy pronto, como supongo debería suceder con todas. Su recuerdo está en nuestras mentes, en nuestros corazones.
Meses después me tocó la sorpresa de hacer lo mismo con el cadáver de la otra hembrita y la jaula quedó íntegramente para el varoncito, que ahora canta menos que antes, casi nada.
La noche de Año Nuevo con el ruido de las bombardas y mi intención de proteger al periquito y a la gata dejé abierta la puerta de la jaula, por descuido y ocurrió lo que no había sucedido nunca antes, el periquito escapó y la pena se apoderó de los sobrevivientes. Había aguantado la noticia hasta el final de la reunión para no malograrles la noche, hasta el final.
La pesadumbre que llega al final de la Noche Buena fue más pesada, sentimos pena por el periquito y no faltó quien se despidió de él para siempre.
Contra todo pronóstico el periquito regresó al día siguiente y me sigue acompañando desde la jaula, solitario, tristón pero feliz de seguir compartiendo estas mañanas soleadas y yo no sé ahora cómo decirle ¿el pájaro pródigo?