Conocí a Hurtado Miller un par de gobiernos antes del shock, en el segundo mandato de Fernando Belaúnde, cuando el arquitecto le confió la presidencia del Banco Agrario. Entonces lo acompañé en un vuelo a Ayacucho, cuando los terroristas hacían estallar bombas todos los días en la Plaza Sucre y hasta allí viajamos para inaugurar una agencia del Banco Agrario y no pude negarme, le debía el favor de todos los días de una cámara portátil con camarógrafo (Pedro Morales) y asistente (Ricardo Rivero) para contribuir con el noticiero del canal del Estado.
En Ayacucho nos encontramos con Mario Vargas Llosa y los miembros de la comisión que investigó la masacre de Uchuraccay. Su informe y el fallo judicial señala a los campesinos como autores de la masacre, muchos de ellos murieron tiempo después asesinados por Sendero Luminoso. La comunidad quedó desierta durante veinte años y el informe de la Comisión de la Verdad se refiere al “carácter controvertido de las investigaciones sobre la muerte de los periodistas”. Víctor y Jaime Tipe en el libro “Uchuraccay, el pueblo donde morían los que llegaban a pie”, narra la versión más cercana a la verdad.
El Hurtado Miller que había visto anoche, la noche del shock, era diferente al que acompañé hasta Ayacucho, más viejo, canoso, con unas tremendas ojeras que sobrepasaban el marco de esos anteojos de viejito. Este nuevo, viejo, Hurtado Miller, mostraba mucho más aplomo. Se había sacado el peso que antes le significó ser un “violetero”, como les decían a los funcionarios cercanos a la primera dama de entonces. Ahora con Fujimori no le ataba ningún parentesco. Podía lucirse por méritos propios, por su conocimiento de la economía, por su trajinar en política.
El que vi anoche en televisión era el ministro de un gobierno que nadie sabía hacia donde apuntaba, pero que estaba en la encrucijada de hacer algo drástico. Y es que todos, casi todos, vivíamos a la deriva, no sabíamos exactamente hacia dónde ir, el país padecía la más grave crisis económica de la historia, desde la guerra con Chile, pero también sufría crisis de brújula, ausencia de Norte. A veces la historia se repite.
A la mañana siguiente del anuncio del fuji shock, salí con intención de ir a trabajar como sea, incluso a pié. El viejo volkswagen lo vendí durante la hiperinflación, tratando de salvar los baches económicos de una situación que había escapado de control. Me atrasé en los pagos escolares y los curas perdonan pecados, pero no las deudas. Por Surco no pasaba nadie, no había movimiento de combis, buses, autos particulares, nada. No volaba ni una mosca y debía llegar hasta Global, en Pueblo Libre, más allá de la avenida Brasil. Imposible hacerlo a pie. Había gente en las esquinas, igual que yo, mirando en todas direcciones, pero ningún transporte público, ni para remedio.
“Hasta dónde vas vecino – me gritó la voz salvadora de Maradona- yo te puedo dejar en Salaverry ”.
En medio de esta desgracia apareció el vecino que cariñosamente llamamos Maradona, contador de una empresa y los fines de semana dejaba terno y corbata para calzar desteñidos zapatos deportivos y patear piedras y pelotas, en un descampado en el que hoy existen edificios de un conjunto habitacional de la Fuerza Aérea.
– No sé lo que están haciendo, pero es como si hubiese estallado una bomba atómica, comentó.
En el trayecto todo era igual, uno que otro auto particular y miles de personas, en todas las esquinas, esperando inútilmente una movilidad que nunca pasaría. Me dejó en el cruce de Salaverry con Cuba y comencé a caminar rumbo a la avenida Brasil, pasando la plaza de Jesús María, frente a la iglesia de San José, cuando tropecé con un cuadro surrealista. Un grupo de policías con una tanqueta y bombas lacrimógenas intentaba poner orden en medio de una turba que amenazaba saquear el mercado. Grupos de personas corrían de un lado a otro y algunas de ellas, mujeres, madres de familia desesperadas por conseguir algo de alimento, gritaron:
– Llegó el fiscal, llegó el fiscal….
– No, no soy fiscal, advertí, arreglándome el nudo de una corbata que apretaba más que nunca.
– Usted diga que es el fiscal, me susurró una de ellas al oído.
– Buenos días señor fiscal, dijo en voz alta un mayor de la policía que se cuadró solemnemente e hizo el saludo que acostumbra la gente de uniforme, con la mano cerca a la sien derecha.
– Buenos días, respondí.
– Usted decida doctor – insistió el oficial- le sugiero que abramos las puertas y se comience a vender, pero en pequeñas raciones, antes que esto se vuelva saqueo.
– Está bien, dije, que abran las puertas y vendan máximo dos kilos por persona. Arroz, azúcar, etc.
– Permiso doctor, gritó el mayor y se dirigió apurado, con las señoras tras sus pasos, apurados todos.
En la vida hay momentos que es mejor apurar el paso pensé y seguí rápidamente rumbo a la avenida Brasil. Allá, en el canal de televisión me esperaba un gerente igualmente apurado, desesperado. Carlos Guillén intentaba armar equipos de reporteros, camarógrafos y choferes para salir pronto a cubrir las noticias.