En la playa, el encanto de los ranchos de estera tenía que ver con la total ausencia de energía eléctrica, agua potable o desagües, pero estábamos al frente del mundo maravilloso de los mares, con el plancton, moluscos junto a las rocas, lejos de los abismos oceánicos, lejos del mar profundo al que temen hasta las anchovetas que prefieren estar muy cerca de la costa y obligan a las bolicheras acercarse peligrosamente a la orilla.
Algunas veces, pocas, los cardúmenes ingresaban a las pozas huyendo de las bolicheras y se ponían literalmente al alcance de la mano, en grandes bancos. Podíamos pescarlas con canastas de caña brava y modificaban el menú en cualquier momento. Con el tiempo llegué a conocer el ritmo de las mareas, importante para nadar, bucear, pescar o mantenerse en la orilla, que también ofrece posibilidades de tesoros arrojados por la generosidad de un mar del que brotan conchas de todo tamaño, algunas con imágenes de vírgenes desconocidas.
Parte de nuestro entretenimiento era extraer machas o almejas, que habitaban a pocos centímetros bajo la arena; los pié de burro y lapas pegados en las rocas junto a erizos y pejesapos eran insumos para deliciosas parihuelas. El menú de primera dependía de tomoyos de llamativos cuellos amarillos y corvinas y lenguados después de la segunda ola.
Durante la marea alta las aguas se acumulan y suben a la playa, a veces con olas furiosas y violentas. Es un juego que tiene que ver con lo que ocurre en el cielo, con el sol y las distintas fases de la luna; en cambio las corrientes tienen que ver con la rotación de la tierra y son las que influyen sobre la presencia o no de determinadas especies marinas.
El sonido de las olas acompaña de manera permanente el paisaje de un celeste profundo que por la tarde cambia por amarillos, naranjas y rojos en ese maravilloso espectáculo diario de la puesta de sol. Por las noches hacíamos fogatas, con algunas ramas y troncos traídos por el río y un hueco no muy profundo escondía unas papas y camotes, mientras alrededor improvisaban juegos con algunas conchas, que se rotaban de mano en mano al ritmo de canciones como el tren de la amistad, con su chiqui chiquichá.