El Che Guevara es símbolo de rebeldía de la juventud latinoamericana. Un médico argentino trotamundo, aventurero, revolucionario, personaje de mil historias de inconformismo, cabellera desordenada, barba poco poblada, boina española, enemiga de Franco.
Es la misma foto que sigue apareciendo en afiches, algunas paredes, polos de Gamarra, parabrisas trasero del taxi y guardafango de camiones, muchos años después de morir en La Higuera, en Bolivia, cuando intentaba replicar su revolución en un país que nunca entendió.
Bolivia es una nación de aymaras inquietos por una revolución diferente, de reivindicaciones distintas, terrenales, menos ideológicas, más telúricas, menos románticas. Intentó llevar su revolución a una etnia que desconfía de los hombres blancos y también de los negros y de los chinos.
Bolivia es un país de una raza distinta, amante de sus tradiciones, respetuosa de dioses cholos, de apus, de música arrancada a instrumentos autóctonos, de pututos y zampoñas, de comparsas y diabladas, de religiosos carnavales, de música autentica, propia de una civilización milenaria.
No necesitan importar guerreros para combates ajenos, de guerras que no sienten propias, que escapan a sus intereses inmediatos, que nada tienen que ver con el sueño de recuperar un mar que les fue arrebatado a la mala.
El Che nació el 14 de junio en Santa Fé, mañana cumpliría 92 y murió a los 39 sin sospechar que uno de sus seguidores, medio siglo después, gobernaría su país natal Argentina y otro sería primer ministro en el Perú. (13-06-20)