Supervisaba mi trabajo en Correo de Lima, más bajo que alto, de contextura gruesa, barrigón, cabello castaño tirando para rubio y un tono de voz fuerte, potente, debió ser locutor de radio o televisión, inconfundible, fácilmente identificable a la distancia.
Eran los tiempos de las máquinas de escribir y las salas de redacción con montones de escritorios con tazas de café y cigarros a medio consumir, las ventanas abiertas de par en par, en el segundo piso de un edificio que antes fue colegio y albergaba la enorme rotativa que después fue devorada por el fuego, el 5 de febrero de 1975, cuando felizmente ya había sido cambiado a Tacna.
Edgardo es minucioso con cada letra, cada coma, punto, punto y coma y las comillas y se ríe como habla, fuerte y con tantas ganas que llega a contagiar alegría. Escribe como lo hacen los buenos periodistas, con frases cortas, exactas, precisas para describir una noticia, pero tiene la habilidad de hacer eso de manera fácil y constante, persistente hasta convertirse en varias carillas, en una sábana, en un gran artículo que puede llegar a ocupar toda una página del diario o más.
Me visitó en Tacna y compartimos un picante en Pocollay y después le perdí el rastro durante algunos años, hasta que volvimos a coincidir en el diario La Crónica.
Después supe de él cuando viajó para trabajar en el puerto de Ilo, que en algún momento dejó, supongo cansado de la distancia y regresó a Lima para seguir en el periodismo como asesor o consultor de alguna entidad del Estado, que le reclamaba curriculum cada vez que quería renovar su contrato. Una de sus hijas es médico del Hospital Naval.
Ahora lo veo a veces algo desabrigado en la tertulia del Chivo Castillo, que por internet, vía zoom, se reúne los martes y viernes bajo la guía de Don Justo Linares Chumpitaz.
Ahora peina algunas canas, con igual seriedad de cuando era mi jefe y la misma alegría de siempre.