Ramón era el nombre de un loquito en 1780 a quien decían chi cheñó, debido a que era lo único que atinaba a decir con la desdentada boca que se alimentaba de la caridad pública, cuenta don Ricardo Palma y que el tiempo se encargó de trasladar el apodo a todas las personas incapaces de expresar una negativa rotunda y menos a un jefe o superior.
Dos audaces andaluces recurrieron a este loquito, a quien vistieron de obispo, para asaltar una tienda de catalanes millonarios que acababan de llegar a Lima con un cargamento de valiosas joyas, “sedas de manila, paño de San Fernando, alhajas, casullas de lama y brocado, mantos para imágenes y lujosos paramentos de iglesia, pectorales y cruces de brillantes, cálices de oro con incrustaciones de piedras preciosas, anillos, arracadas y otras prendas de rubíes, ópalos, zafiros, perlas y esmeraldas”.
Consiguieron un lujoso carruaje en el que llegaron hasta la puerta del establecimiento y vestidos también de clérigos convencieron a los vendedores que comprarían una variedad de artículos para la prelatura de Huamanga, de donde procedía el vistoso obispo.
Salieron con la mercadería y el compromiso de regresar con el dinero, que tenían guardado en el arzobispado, a pocos metros de la tienda, donde quedó en prenda el obispo feliz, puesto que los comerciantes le invitaron a almorzar con ellos.
Cuando se descubrió el engaño los ladrones habían escapado muy lejos, chicheñó fue a dar a la cárcel y tuvieron que soltarlo a los pocos días puesto que se trataba de un inimputable.
El chicheñó ha quedado inmortalizado en un apodo que abunda en los palacios que con rezagos coloniales conservan el aire virreinal de la capital peruana.
Don Iván Rodríguez Chávez y el colega Guillermo Guedes, rector de la Universidad y Director del Museo Municipal de Miraflores que llevan el nombre del tradicionalista, respectivamente, se encargan que estos curiosos relatos perduren en el tiempo y se difundan entre las nuevas generaciones de limeños.