El desfile de antorchas era una costumbre ligada a festividades como el aniversario del colegio o fechas patrióticas y consistía en el paseo de grandes grupos de escolares portando faroles de papel, iluminados por velas, mientras cantaban himnos y gritaban lemas alusivos a la celebración.
Todo comenzaba con la excursión a los callejones para agenciarnos de cañas bravas que solían formar cercos o muros verdes de seguridad. Había que arrancarlas muy rápido, antes que los perros de chacra comiencen la persecución.
Para armar el esqueleto cortábamos delgadas tiras de caña, como las de las cometas y luego procedíamos a armar el esqueleto de sencillas figuras como un simple cajón o una estrella, que procedíamos a forrar con el mismo papel cometa de colores.
Había expertos que armaban avioncitos o buques de guerra, personajes de los dibujos animados o animales como toros, burros, perros, gatos, aves y ratones.
La vela se ataba a una caña que sostenía la antorcha y debía estar muy bien asegurada, para que no se incline y termine incendiando el aparato, que sucedía con frecuencia.
Que viva Tacna, viva la profesora, el alcalde pirulín y el prefecto bombín. Cualquier viva alegraba el desfile nocturno al que había que ir con la cara pintada y algún disfraz.
Recuerdo una vez me tocó ponerme una bata de seda con dibujos de muchos colores, una peluca con una gran trenza y me dijeron que estaba disfrazado de chino. De las tribunas alguien gritó “mira ese, se disfrazó de mujer”.
Hace poco tiempo observé uno de estos desfiles nocturnos y debo reconocer que ahora son mucho más alegres, con camionetas equipadas con potentes parlantes que emitían música de moda y los escolares forman parejas mixtas que bailan alegres, como en la discoteca.
Las antorchas de caña dieron paso a cañones de luces multicolores y las calles ahora muy bien iluminadas no necesitan de románticas velas y sus frecuentes incendios accidentales. En dos palabras: antorchas digitales.