No seas ladrón, no seas mentiroso y no seas ocioso, eran los tres principios básicos sobre los que el imperio incaico construyó la honestidad, ideal que inspira el desarrollo de los pueblos.
Conservamos un respeto especial por nuestros antepasados, dueños de la organización política más perfecta del continente americano. El imperio de los cuatro Suyos.
Para ser lo que fueron aplicaron castigos muy severos al delito como la pena de muerte al mentiroso y al que juraba en falso. Otras veces les cortaban la mano derecha o simplemente los azotaban, según la gravedad de la imputación.
Al chasqui que no corría bien la posta y era haragán le quebraban las piernas o le daban con una porra en la cabeza o le quitaban todos sus dientes.
La pena máxima, la pena de muerte, podía ser aplicada con un cuchillo, empalamiento, condenándolo a comer ají hasta que muera, despeñamiento, arrojado a las fieras en la cárcel del Cusco, colgado de los pies, quemado vivo, enterrado vivo, desollamiento, apedreamiento, decapitación, ahorcamiento o descuartizamiento.
Podían ser castigados con la muerte aquellos acusados de homicidio, incesto y violación, sodomía, adulterio o cobardía frente al enemigo.
Quienes cometían errores en la guerra también eran condenados a muerte, igual que los desertores o los que robaban o cometían abusos contra las poblaciones por donde pasaban.
La lista de delitos merecedores a los más graves castigos es muy larga y comprende también a quienes robaban bienes pertenecientes al Inca o a los depósitos reales, a quienes huían de un pueblo a otro o transitaban por caminos diferentes a los autorizados.
En algunas sociedades la impunidad, la pérdida de una justicia severa y con el tiempo de los principios morales, las hacen perder el rumbo y caer en el caos de la delincuencia desbordada, donde lo único organizado es la criminalidad.