Caminar de las 200 casas a la Unidad Escolar Francisco Bolognesi, fue la rutina de lunes a viernes, mañana y tarde, apenas seis o siete cuadras, en su mayor parte callejones entre chacras de verduras y hortalizas y algunos árboles frutales.
Llegábamos al colegio con los zapatos sucios y para sacudir el polvo, si es que no tenías un trapo especial para esa tarea, debías recurrir a la cristina, la corbata o el pañuelo que en ese tiempo acostumbrábamos tener los varones en uno de los bolsillos posteriores del pantalón.
Antes de llegar al local escolar había un descampado por el que a ratos transitaban camiones con el ganado que se dirigía rumbo al camal, muy cerca a esa zona.
Un día saltó de uno de esos camiones un toro asustado y comenzó a correr por el descampado por el que caminaban cientos de escolares que salían del turno matinal y se produjo una estampida, corrían en todas direcciones, huyendo del animal desbocado.
Quienes estábamos en el callejón sentimos el grito de advertencia ¡el toro, el toro! y echamos a correr con todas nuestras fuerzas, empujándonos y tratando de llegar al otro extremo del laberinto de cañaverales y otras plantas que formaban muros difíciles de penetrar.
Al dichoso toro jamás se le ocurrió entrar al callejón, pero habíamos supuesto que sí. En los días sucesivos más de una vez se repitió el grito que advertía el peligro y más de una vez ocurrió la estampida de escolares que poco a poco fuimos perdiendo el miedo, hasta que pasó lo que sucede cuando el mismo chiste se repite varias veces.
La última vez que estuve en Tacna pasé por el mismo lugar y me acordé del toro, pero ya no existe el descampado, la zona fue urbanizada, con bonitas casas, ya no están las chacras con sus callejones.
Los muchachos de ahora no usan gomina, tampoco pañuelo, ni corren por el callejón. En dos palabras: miedo colectivo.