Las puertas de las casas no necesitaban pestillo, cadenas, ni candados que significaran obstáculo para el visitante que sin invitación alguna ingresaba como a su propia casa, en busca, ahora entiendo, de la compañía de una amistad que comparta sus preocupaciones, sus penas, sus culpas y dolores, sus angustias y disgustos que en la soledad se convierten en suplicios. Una pena entre dos es menos atroz.
Rosita Eyzaguirre, vecina de los Basili, por temporadas acompañaba a mi tía Adela, mientras mi tía Adela acompañaba a Rosita. Por momentos los niños dejábamos los juegos para escuchar y así compartir el diálogo que cambiaba de giro para ser sometidos a una suerte de interrogatorio sobre los estudios, las notas del colegio u opiniones sobre algún asunto de coyuntura y entonces convenía tener siquiera idea de lo que estaba pasando en el entorno local, nacional o mundial.
Rosita llegaba cargada con parte de la cosecha de la chacra de La Yarada, que trajo su hermano Alfonso o Juan, como unos dulces higos, peras o damascos, cuando no era una jalea de membrillo, tamales, humitas o picante de guata.
Se las ingeniaba para no faltar a la novena de la Virgen de las Peñas, en el Espíritu Santo, ni la de Judas Tadeo en La Vicaría. Era muy religiosa, creyente, piadosa y entregada a la oración con la convicción de saber que vivir al lado de Dios era la mejor manera.
Por eso es que participaba en las kermeses del colegio, de la parroquia y de las hermandades o sociedades de señoras, de artesanos y cuanta fiesta popular se organizaba para recaudar fondos para obras de caridad.
Por eso el picante que preparaba era de los más requeridos por los vecinos. Lo cocinaba en grandes ollas y a fuego de leña, en el patio de su casa y con la ayuda supongo de una brigada de ángeles que desde algunos años la acompañan en los banquetes del cielo, que es donde ahora se encuentra conversando con Adela, Andrelina, Herminia, Ana y tantas amigas, tías de todos nosotros y me parece sentir su particular manera de reir y hasta de estornudar.