Cuentan que en un pueblecito de Andalucía se sacó una procesión de penitencia, en la que muchos devotos salieron vestidos con túnica nazarena y llevando al hombro una pesada cruz de madera. Parece que uno de los parodiadores de Cristo empujó maliciosamente a otro compañero, que no tenía aguachirle en las venas y que olvidando la mansedumbre a que lo comprometía su papel, sacó a relucir la navaja. Los demás penitentes tomaron cartas en el juego y anduvieron a mojicón cerrado y puñalada limpia, hasta que apareciéndose el alcalde dijo; «¡A la cárcel todo Cristo!»
La frase fue recordada por el Virrey O’Higgins empeñado en frenar la ola delincuencial que azotaba la ciudad de Lima, molesto con los capitanes de la compañía de encapados encargados de hacer las rondas nocturnas a quienes había ordenado detener a todo aquel que anduviera después de las once de la noche.
El Virrey salió una noche a verificar que se cumplan sus órdenes, pero al reconocerlo en la calle los oficiales dejaban que siga su camino, hasta que hubo uno que lo detuvo y encerró.
El hecho es que pasó la noche en el calabozo de la cárcel de la Pescadería, como cualquier pelafustán, todo un D. Ambrosio O’Higgins, marqués de Osorno, barón de Bellenari, teniente general de los reales ejércitos y trigésimo sexto virrey del Perú por su majestad D. Carlos IV. Los otros oficiales, por no cumplir su orden fueron arrestados. (De “A la cárcel todo Cristo” de Ricardo Palma).