La escena de hombres disfrazados de mujeres en un bacanal confundido con la última Cena cristiana, no fue un exceso improvisado por los organizadores de las olimpiadas de París, fue el anticipo del escándalo aún mayor de hombres compitiendo con mujeres gracias a interpretaciones de lo que ahora llaman identidad de género.
Sabían que el mundo no vería con buenos ojos el abusivo triunfo de un hombre boxeando contra una mujer en una desproporcionada pelea concebida por la burocracia olímpica pisoteada por la ideología de género invocando tolerancia.
Lo que tantas veces y en tantos lugares ha sido condenado como el uso de baños de mujeres invadidos por hombres que juran sentirse mujer, ocurre por presión de cúpulas de organismos mundiales dominados por los promotores de la comunidad LGTB…
La imposición de la ideología de género rechazada en la educación de los niños peruanos adquirió una dimensión mayor en Paris que se esfuerza por resucitar su mala fama de enorme burdel.
La patria de Víctor Hugo, Julio Verne, Moliere, Flaubert y Maupassant se hunde en el fango de una retórica que no tiene empacho en atribuir perversiones de míticos dioses olímpicos imaginados por Bellini y Tiziano.
Paris es una fiesta dijo Ernest Hemingway para contar la vida de una ciudad que sobrevivió a la Primera Guerra Mundial y a Luis XI, que en 1446 inútilmente intentó prohibirles el uso de ciertos atuendos considerados altamente provocativos; plumas, pieles y cinturones dorados.
La historia de los burdeles de París, como de la revolución, se resiste a un colofón, les persigue como una maldición, está latente en el espíritu de un pueblo abrumado por un pasado irrenunciable, por un demencial juramento.
No creen en sus propios dogmas de libertad y fraternidad, prefieren la discordia y someterse a la esclavitud de una ideología perversa.