Recién ayer me enteré de su muerte ocurrida hace más de una semana, de infarto y fue lo que me contó Fortunato Camahualí, quien a su vez se enteró por el ingeniero Kishimoto.
A Samuel lo conocí trabajando con Vlado Radovic, era un personaje como Vlado, sacado de algún cuento que nadie nunca escribió y seguirá ignorado salvo que consiga terminar estas pocas líneas que tratarán de contar todo lo que conocí de Samuel.
Era un ayacuchano que al final de sus días se convirtió en una suerte de chamán, adivinador, brujo, clarividente dedicado a leer el destino en la tierra que lo vio nacer en la provincia Paucar de Sara Sara, un nombre quechua que significa bello, hermoso, lindo, florido.
Con Vlado hacía las veces de chofer y camarógrafo, pero era mucho más que eso cuando se embarcaba en cualquier cosa con tal de llegar a la punta del cerro, en lo alto de los Andes, a lo más profundo de una quebrada o en la espesura de la selva amazónica, con tal de conseguir la toma que estábamos necesitando para el documental de las obras de Belaunde.
A los años lo encontré en el Banco de Materiales, donde hacía lo mismo que haría Radovic, documentales que mostraban la dimensión material y humana de una obra social que la politiquería destruyó.
Con el cierre del Banco se dedicó a facilitar el trabajo de arqueólogos embarcados en los trabajos de exploración del gasoducto que llega a Pisco.
Casi al final me buscó para que lo ayude con la letra de videos que buscaban promocionar la construcción de una especie de convento, para una congregación católica, para albergar a niñas huérfanas, allá en Ayacucho.
Lo consiguió y quedó atrapado en una vocación mística de ayudar al prójimo y entendió que podía predecir el futuro haciendo pagos a la pacha mama y así pasó sus últimos días, antes del infarto, leyendo el destino de sus paisanos preocupados por lo que pueda venir después del terrorismo y de las pandemias.