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sábado, noviembre 23, 2024

AYYYYYY PRIMO NANDO

En la noche del 28 de agosto de 1975, después del Paseo de la Bandera, desfile y almuerzos campestres, los militares y sus esposas ocupaban gran parte del gran salón del histórico Club Unión, en la esquina de la calle San Martín con el Pasaje Vigil, el mismo local que antes de ser reconstruido, fue víctima durante la ocupación de turbas de soldados chilenos que, sin embargo, abandonaron los libros de una valiosa biblioteca rescatada por entusiastas que la trasladaron a la Sociedad de Artesanos.

Los mozos se desplazan con dificultad debido a la gran cantidad de personas congregadas en la reunión social, llevaban bandejas con copas de pisco sour, cóctel de algarrobina, gaseosas, vinos y whisky. La orquesta interpreta tradicionales valses criollos, cumbias y huaynos. Los generales Morales Bermúdez, Luis La Vera y Artemio García, con sus respectivas esposas, se retiran a la medianoche, como cenicientas, después de un brindis solmene y entusiastas vivas a Tacna y al Perú.

Las tres parejas se dirigieron hasta la residencia de García Vargas comandante general del destacamento Tacna, donde estaban alojadas. Las damas, cansadas por el trajín del día pasaron a sus dormitorios, mientras los generales decidieron seguir hasta el amanecer, pero prefirieron hacer una primera llamada telefónica al coronel Julián Juliá, jefe del Estado Mayor en Tacna, quien estaba reunido con un numeroso grupo de generales y coroneles en el cuartel Tarapacá, al pie del Arunta. Le ordenaron poner los tanques en alerta roja. Todos los tanques militares de la región debían encender sus motores y estar disponibles para entrar en acción.

Estos generales están borrachos, pensó Juliá, que lucía siempre el corte de cabello impecable, semejante a soldado raso, dando la impresión de estar dispuesto a entrar en combate, mismo boy scout, siempre listo. Desde muy lejos el andar marcial delataba su identidad militar, incluso cuando pese a su baja estatura y de civil frecuentaba el restaurante “EL Chalán” de la calle Zela, donde Atilo Guillén interrumpía sus charlas con el Chino Rejas para acercarse hasta la mesa que tenía siempre reservada en un lugar discreto, en la sombra, buscando el perfil bajo, el anonimato imposible.

Juliá pensó que los generales estaban demasiado borrachos cuando recibió esa orden que despertó a todo el mundo en el cuartel Las Vilcas, donde estaba la mayor parte de la delegación que había llegado desde Lima. Dudó si cumplir o no esta orden, pero le ganó el deber y de manera obediente, sin dudas ni murmuraciones dispuso encender los motores para acudir presuroso a la residencia de García, centro de operaciones de algo muy especial.

Allí el dueño de casa lo esperó con un vaso de agua en la mano e invitó a saludar al nuevo presidente de la república. Juliá sonrió, pero antes de percatarse completamente de lo que estaba pasando, se convirtió en el secretario que estaban esperando para iniciar sus primeras llamadas telefónicas.

 

 

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