Extraditado el ex presidente Alejandro Toledo aparecen los gonfaloneros de la decencia pública para decirnos que desde mucho antes ya se sabía de su catadura moral, una verdad a medias.
Le dicen borracho, juerguero, mujeriego, parrandero y es verdad, pero tampoco es el único presidente acusado de tener una hija fuera del matrimonio, es casi una regla y nada de eso descalificó a nadie en el pasado, tal vez si en el futuro.
Juran que ya sabían de su total ausencia de escrúpulos y valores y poco menos que conocían lo que estaba sucediendo con Odebrecht y eso tampoco es verdad.
El escándalo de Lava Jato estalló en Brasil, que es donde primero estalló, en el año 2014, ocho años después que Toledo dejó el gobierno y entregó a Alan García y años después que García entregó la posta a Ollanta Humala.
No habríamos conocido nada de la mafia brasileña si no fuera por las investigaciones en ese país, que dieron lugar al más grande caso de corrupción jamás imaginado en el continente americano. En Perú el caso Lava Jato agarró fuerza recién en el 2016, en el gobierno de Pedro Pablo Kuczynski.
No es cierto que alguien hubiese advertido los negociados bajo la mesa que la fiscalía denuncia varios años después, cuando comenzaron a cantar los representantes de las empresas constructoras brasileñas que se adueñaron de las obras públicas, en una docena de países.
Es obvio que se trató de un engranaje dirigido desde el poder político, con la complicidad de gobernantes que se arrodillaron a los dictados del Foro de Sao Paulo. Más que robo de dinero fue la plataforma para hacerse del poder absoluto en el continente.
Toledo cayó como cayeron otros presidentes que también están en la mira de la fiscalía, aunque con resultados menos efectivos. Dependerá de la letra con la que esta vez cante el “Amor amor” con el que sedujo a los electores.
Mientras tanto ahora son tres los tristes tigres que desde Barbadillo le dicen al mundo que en el Perú no nos andamos por las ramas a la hora de administrar la justicia.