En los primeros años de este siglo me tocó pasar dos carnavales en Cajamarca. La primera vez en la misma ciudad capital de la región y luego en Cajabamba, una de sus vistosas provincias.
La alegría de esta fiesta cristiana, bien sabemos, guarda poco de sus orígenes relacionados en el calendario, con la cuaresma, cuarenta días antes de la pascua, la fiesta de la resurrección.
Hernán Cabrera era el anfitrión y como buen cajamarquino no solamente participaba sino promovía, organizaba y dirigía la fiesta, parte de ella, con carros alegóricos, bandas típicas, reinas de belleza y comparsas de danzarines.
Otros grupos, guitarra en mano, cantan atrevidas coplas con letras sugerentes y a ratos hasta groseras que sus seguidores celebran con gritos y bailes en los que aflora la alegría de un pueblo entusiasta y orgulloso que ha hecho de estas fiestas uno de sus principales atractivos turísticos.
El 2023 será recordado como el año en el que Cajamarca se consagró como la capital de los carnavales en el Perú, rompió todos sus records de recepción de turistas.
Ha sido como una explosión con la que desfogaron eso que mantuvieron contenido últimamente y que tiene relación con la elección de un paisano en la presidencia de la república y lejos de sentirse orgullosos, los avergonzó por las limitaciones que exhibió y el grado de ignorancia e incompetencia al que pueden llegar algunos políticos.
Cajamarquinos, cajachos y cajamarqueses se unieron en una fiesta que pasará a la historia por el desborde de alegría que silenció de manera contundente los amagos de protesta de algunos pocos seguidores del ex presidente Pedro Castillo.
Los carnavales pusieron punto final a mes y medio de una asonada que tenía contra la pared a un gobierno de transición que ahora en corto tiempo tratará de corregir el descalabro que significó la presencia de Castillo en el palacio de gobierno.
Los ronderos del norte dejaron machetes y chicotes para danzar con sus familias y vecinos y dejar en manos de la justicia el castigo que merecen aquellos que delinquen.