Cuando escuchamos aludir a Winston Churchill, tal vez el más recordado de los primeros ministros ingleses, inmediatamente lo asociamos a una de sus varias frases célebres con las que pasó a la historia: “Sangre, sudor y lágrimas”.
Y eso es lo que ofreció al parlamento el 13 de mayo de 1940 cuando asumió el cargo, aunque lo que dijo fue, literalmente “Nada tengo que ofrecer, salvo sangre, penalidades, sudor y lágrimas. Nos espera una de las pruebas más penosas que cabe imaginar”.
Consiguió armar un gobierno con el concurso de todos los partidos políticos ingleses, incluyendo a sus más tenaces adversarios debido a que el reto que tenían por delante era hacer frente a un poderoso y temible enemigo.
“Nuestra política consiste en hacer la guerra por tierra, mar y aire con todo el poder y la fuerza que Dios quiera otorgarnos; hacer la guerra contra una tiranía monstruosa, sin precedentes en el sombrío y desalentador panorama de la delincuencia humana. Esa es nuestra política. También os preguntaréis: ¿Cuál es nuestro objetivo? Lo puedo nombrar con una sola palabra: Victoria…, victoria a cualquier precio, victoria a despecho del terror, victoria por muy largo y penoso que sea el camino; pues sin victoria no habrá supervivencia”.
El imperio británico estaba siendo amenazado por los nazis que ya habían invadido gran parte de Europa y se disponían a dominar el mundo.
Cinco años después, el 9 de mayo de 1945 se produciría la rendición alemana. Días previos se registró el suicidio de Adolfo Hitler y de Eva Braun en un bunker en la cancillería del Reich.
Ese nefasto dictador de increíbles ideas racistas, con un entusiasta admirador en la cúpula del gobierno peruano, causó la muerte de millones de personas en el más triste y doloroso episodio de la historia universal moderna.
Tuvo que aparecer un brillante político como Winston Churchill para conseguir sumar fuerzas entre los países aliados y cambiar el rumbo de la Segunda Guerra mundial.