El cierre de agencias bancarias es algo que viene sucediendo de manera insistente desde que se declaró la peste del coronavirus. La necesidad de realizar operaciones remotas, a distancia, de manera virtual como le llaman se generalizó en el mundo entero.
Entonces los empresarios del dinero encontraron una nueva manera de seguir ganando lo mismo, tal vez más que de costumbre, al disponer que muchas de las operaciones que antes se hacían de manera presencial pasen a la nueva modalidad que nos trajo la peste y el nuevo siglo.
Algunos de los cajeros automáticos, cada vez más, disponen de tecnología que permiten hacer depósitos y retiros de dinero, transferencias y pagos sin intervención de nadie más que el interesado.
Entonces constatamos que todas las advertencias y premoniciones de la ciencia ficción comienzan a hacerse realidad y las máquinas comenzaron a reemplazar a las personas en estas ocupaciones.
El pago de servicios públicos como agua, luz, telefonía y hasta tributos se puede hacer directamente en los cajeros automáticos, así como recargas telefónicas, envío o recepción de dinero del extranjero.
Las tarjetas de plástico con banda magnética resultan más importantes que el documento de identidad e incluso algunos cajeros permiten hacer operaciones sin la tarjeta.
Es más, surgen mecanismos que permiten hace r estos pagos, algunas operaciones, desde el teléfono celular, que poco a poco dejan de ser aparatos de hablar a distancia para convertirse en herramienta tecnológica de acceso al universo virtual.
En el camino vamos quedando las personas mayores, los que nacimos en el anterior milenio, con dificultades en la vista, entre otras, que nos hacen difícil movernos en este despliegue de tecnologías que nos resultan cada vez más ajenas.
El ahorro de los grandes bancos con el cierre de algunas de sus oficinas de atención al público debiera ser compensado con habilitar, en las que siguen funcionando, más ventanillas para la atención de adultos mayores como yo, torpes para relacionarnos con las máquinas automáticas.