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sábado, noviembre 23, 2024

EL COMPRADOR DE INVENTOS

La historia que voy a contar es absolutamente cierta, salvo los nombres de los personajes que los he cambiado más por olvido que por guardar reserva sobre sus identidades.

A él lo conocí acompañando a su hermana, se llaman Miguel y Mila la hermana, compañera de estudios y cercana al grupo con el que compartíamos tiempo y conversación en la cafetería, más tiempo del que permanecíamos dentro del aula.

Era bueno para nada, no le conocimos oficio ni beneficio hasta que algunos años después supe se había casado con una periodista dedicada a la página social de un diario importante, en el que publicaban fotos y notas de señoras de la alta sociedad, la socialité.

Esa periodista se había convertido en fiel acompañante de una señora adinerada que huyendo de la dictadura de Juan Velasco Alvarado dejó el país, se fue a vivir a Norteamérica y le confió la administración de sus bienes entre los que había varios inmuebles.

La pareja se fue a vivir a una de esas enormes mansiones que hoy son edificios en Miraflores, donde Miguel se sintió muy cómodo, a sus anchas, pero se aburría debido a que la televisión nacional era peor que ahora y se le ocurrió algo para entretenerse. Publicó avisos en los diarios que decían “COMPRO INVENTOS”:

Ese fin de semana se armó una gran cola alrededor de la mansión, de dueños de inventos que querían vender. Máquinas para hacer churros, pelotas de futbol y básket, trompos mecánicos y moledoras de carne, licuadoras a pilas, zapatillas, sombreros, portafolios y ruleros.

Un mayordomo elegantemente vestido los hacía pasar hasta donde los esperaba Miguel, en bata, junto a la piscina y con un vaso de whisky en una mano y un puro cubano en la otra.

Los escuchaba atentamente y al final les agradecía la visita, pero su invento no era lo que estaba buscando (Solo buscaba algo de diversión).

La historia me la contó un amigo de la esposa que encontró el asunto muy divertido y era todo lo que podía decir de Miguelito, el comprador de inventos, con el que me crucé muchos años después en una cabina telefónica en Moquegua, vestía uniforme militar y me confesó se había asimilado al ejército. Nunca supe si eso era cierto o solamente estaba jugando a ser militar.

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