Si enfrentar la epidemia en Lima resulta mucho más complicado que en Londres, Roma o París, por las limitaciones propias del subdesarrollo, el asunto resulta más difícil en regiones como Arequipa o Cajamarca convertidas en estos días en escenario de batallas desiguales contra varios enemigos.
Lo de la regionalización, ya lo sabemos, es un gran cuento. No existe autonomía económica y los funcionarios regionales desafían múltiples sistemas de control y la posibilidad casi segura de tener que responder más tarde en el sistema judicial, cada vez que firman un papel para comprar un termómetro.
A diferencia de lo que ocurre en Lima, puede ser que ese instrumento no esté en venta en la única tienda de la ciudad que lo vendía, debido a que se agotó el stock.
También puede ocurrir que el termómetro aparentemente es el que necesitan, pero resulta que es bamba, falsificado, como suele ocurrir con medicinas, mascarillas y cuanto producto requieren con urgencia para combatir la epidemia.
Algunas regiones siguen en cuarentena y eso dificulta que los pocos funcionarios que van a las oficinas, exponiéndose al contagio, puedan solos con lo programado desde el año pasado y entonces vienen los organismos de control o algún preocupado congresista que reclama por la baja ejecución presupuestal.
Además de la batalla del coronavirus deben continuar con la batalla del centralismo, la de los productos bamba, las mafias de corrupción que existen en todas partes y las limitaciones para adquirir oxígeno, ventiladores, camas UCI y medicinas. Debido a que Lima jamás aprobó nuevos nombramientos ahora hacen falta médicos y enfermeras en las salas colapsadas de los hospitales.
Por eso urge revisar el sistema político nacional, más allá de procedimientos electorales, para impulsar una reforma que entregue a las regiones las herramientas políticas para un desarrollo autónomo, que no requiera, como en estos días, de “intervenciones” del gobierno central, que debería limitarse a dictar las políticas sectoriales, como dice en el papel