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sábado, noviembre 23, 2024

LA CAPTURA

A las siete y media de la noche, Miyashiro decidió dar un paseo a pie para repasar el terreno. Caminó por la calle 1 hasta las inmediaciones de El Castillo y entró en la bodega, donde permanecía la pareja de detectives. Compró un paquete de cigarros y se paró en la puerta mientras encendía uno. Miró la pared lateral de la casa de los Lolos, luego hizo una seña a Becerra pidiéndole que escale. El alférez midió la altura del muro, sintió que era demasiado alto y prefirió seguir esperando, Miyashiro comprendió y abandonó la tienda caminando a paso lento rumbo a su vehículo.

En la cuadra de enfrente, precisamente en la casa del coronel que había cedido su casa para instalar el punto fijo de vigilancia, se realizaba una alegre fiesta desde la tarde. Varios detectives de apoyo a la operación estaban allí mezclados entre los concurrentes, de modo que mantenían estacionado en la puerta un auto policial con un detective presto para intervenir ante cualquier contingencia. La música llegaba hasta la tienda, pero Becerra y Cecilia casi ignoraban aquella reunión. Solo estaban pendientes de los ruidos provenientes de El Castillo.

Conforme pasaban los minutos, la tensión crecía y las radios estaban ya silenciosas. Los detectives desplegados en varias cuadras a la redonda esperaban que el desenlace final fuera pronto, pues la vigilancia no podía extenderse demasiado debido a que existía el riesgo de ser descubiertos. Como toda intervención delicada, el punto culminante de la Operación Victoria generaba temores fundados, sobre todo en esta ocasión, porque el objetivo principal era Abimael Guzmán, el hombre más buscado del país durante 12 años.

No era fácil asumir tamaña responsabilidad. La intervención a la casa representaba un enorme riesgo. Pues Guzmán y su entorno cercano estaban enterados de la existencia del grupo policial que los buscaba y podrían haber tomado medidas de emergencia para evitar su captura. ¿Qué podría encontrarse en el interior de la casa? En algún momento, los policías pensaron, incluso, que el presidente Gonzalo estaba rodeado de una guardia roja, dispuesta a inmolarse para proteger su vida.

Becerra y Cecilia gastaban tiempo en la tienda. Trataban de imaginar algún recurso para permanecer en el lugar. Estaba allí ya más de una hora y media, pero el dependiente no los miraba aún con extrañeza, más ocupado en atender a sus clientes que en observar las caricias simuladas de la pareja.

A las ocho y cuarenta de la noche, un golpe metálico proveniente de la casa sobresaltó a los dos detectives. La puerta estaba abriéndose. Un estremecimiento recorrió sus cuerpos y los corazones aceleraron sus pulsaciones; sintieron el llamado de la adrenalina; era el minuto crucial. Los detectives intercambiaron miradas y se encomendaron a los designios del destino.

Ambos tenían la responsabilidad de entrar en la casa y mantener las puertas abiertas hasta que los grupos de apoyo cercanos lleguen. Sabían que sus compañeros más cercanos estaban a una cuadra, y tardarían algunos segundos claves en apoyarlos. Durante ese lapso, la responsabilidad de controlar la casa y a sus ocupantes era solo de ellos. No podían caer en la precipitación, ni tampoco ser lentos como para permitir una reacción que frustre la operación. Tamaño desafío era el que les tocaba enfrentar.

Cuando la puerta de El Castillo abrió, la primera figura en aparecer fue la del hombre maduro que había llegado en la tarde. Detrás salió la mujer joven que lo acompañaba. Y al final Maritza Garrido Lecca y Carlos Incháustegui. Todos quedaron en la acera formando un pequeño círculo. Se despedían sonrientes, dejando la puerta entreabierta, cuando la voz de Becerra los sorprendió.

  • ¡Alto! ¡Somos policías, están detenidos!
  • Los primeros segundos fueron de asombro total para los ocupantes de El Castillo. Ni Maritza Garrido Lecca ni Carlos Incháustegui pensaron que los policías estaban cerca. Habían redoblado sus medidas de seguridad hasta extremos inverosímiles y les parecía increíble tener a esos dos tipos apuntándoles con sus revólveres.
  • El primero en reaccionar fue Incháustegui. Se abalanzó sobre Becerra con la intención de quitarle el arma, mientras la bailarina comenzaba a gritar. El estruendo de un tiro los detuvo. Cecilia había disparado al aire, dejando sin reacción a los cuatro sospechosos. La actitud decidida de la mujer los detuvo en seco. Becerra vio la puerta abierta y corrió hacia adentro, dejando a su compañera a cargo de los detenidos. Cruzó a la carrera el pequeño jardín, traspasó el marco de la puerta interior y vio una amplia sala vacía. Al costado derecho una escalera de madera conducía a la planta alta. La orden era ganar el segundo piso, donde, se suponía, vivía Guzmán. Mientras tanto, a punta de pistola Cecilia hizo ingresar a los cuatro detenidos y los obligó a tenderse en el jardín, con las manos en la nuca.
  • Walter, Castro, Togo u los demás detectives estaban a casi cien metros cuando escucharon el estruendo del disparo y mientras corrían hacia la casa vieron como Cecilia mantenía a raya a la bailarina y a sus acompañantes.
  • En el interior de la casa, Becerra subió la escalera a grandes trancos y, al pisar el descanso, escuchó un sonido. Levantó la mirada y por unos instantes, vio el rostro de una mujer a través de la rendija que dejaba una puerta a medio abrir. Ella, estupefacta, cerró con violencia. El policía llegó al último peldaño y lanzó toda su humanidad sobre la puerta que cedió ante su peso, arrastrándolo en la caída, pero se reincorporó en milésimas de segundo con el arma en la mano. Vio que la mujer corría por un estrecho pasadizo y desaparecía en uno de los ambientes del fondo. El detective la siguió, entró presuroso en la habitación y encontró a un hombre con barba espesa, sentado en un sillón de cuero, quien, sobresaltado, se puso de pie al verlo entrar, mientras tres mujeres lo rodeaban.
  • Becerra lo reconoció de inmediato. Era la imagen personalizada que aparecía en el video de “Zorba el griego”. El tipo sorprendido que lo miraba con asombro era el mismísimo presidente Gonzalo. Sin duda le apuntó con el arma.
  • ¡Quieto, carajo! ¡Están detenidos! ¡Soy policía! – gritó.

Guzmán levantó el brazo derecho con la palma de la mano abierta, en un gesto que pretendía contener la vehemencia del policía.

  • Calma, muchacho, calma- dijo y cayó en el asiento abrumado.

Pero las mujeres no tuvieron la misma actitud y cayeron sobre Becerra tratando de arrebatar el arma, pero ya era tarde. Otro policía estaba ya en la habitación: era el teniente Walter. Luego entró Castro y otros dos detectives, después Miyashiro y Valencia Hirano, quienes asumieron el control de la tensa situación.

Páginas 191 a 194 de “ABIMAEL, LA CAPTURA”  de Víctor Tipe Sánchez.

 

 

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