Detrás del Teatro Municipal de Tacna había una cochera pública y en la pared colindante una pequeña ventana daba acceso a la parte posterior al ecran, a los camerinos o vestuarios de los artistas para prepararse para sus espectáculos, maquillarse y cambiarse de trajes.
Esa pequeña ventana se convertía en puerta para los más pequeños que gracias a una sencilla acrobacia entramos gratis a la función de cine. Después de saltar a los frágiles techos de los camerinos, había que tener mucho cuidado de no hacer ruido.
Fue una experiencia terrorífica, a oscuras, caminando allí donde se esconden los fantasmas de alguna opera olvidada. La oscuridad era total, cerrada, no se veía ni a medio metro, ni a un centímetro, no veía nada, hasta que avanzando a tientas encontré un espacio iluminado por el resplandor de la enorme pantalla.
Nuevamente salté para llegar al ras del suelo y al escuchar mis propios latidos sentí que se me salía el corazón. Era el miedo. Al lado está la comisaría. El temor al peligro se convierte en una transpiración fría como el hielo, se me secó la boca, la garganta y me imagino más pálido que de costumbre, con los pelos parados, las pupilas dilatadas, hormigueo en las manos, en las piernas, en todo el cuerpo, no podía respirar, tenía ganas de vomitar, de orinar.
Fue todo un triunfo salir de la zona oscura para llegar a los iluminados pasillos de acceso a los palcos y la platea, donde no había necesidad de mucho esfuerzo para orientarme y encontrar una butaca desocupada.
Me instalé a mitad de la sala, no presté atención a la película, sólo quería calmarme y esperar que llegue el final para salir corriendo. Seguía con temor a que pudiera acercarse algún vigilante y junto a un policía me invite a salir.
Habría preferido pagar en lugar de sufrir el pánico de entrar gratis al cine para ver una película no sé si de terror, pero nunca había sentido tanto miedo como aquel día que por primera y única vez entré gratis al Teatro Municipal. (19-05-20)