Las vacaciones escolares que entonces (entre los 50 y 60) iban desde mediados de diciembre hasta fines de marzo, no podía imaginar lejos de la playa, del mar, de La Lisera, la Boca del Río. Contaba los días para que llegue el momento de subir a la Chevrolet de Emilio Valente, o el camión de don Alfonso Eyzaguirre, con un montón de muebles, colchones, cilindros con agua, ollas, cortinas, maletas, víveres y fruta, mucha fruta, por una carretera que era solo huella, una calamina perfecta ocasionaba sacudidas de todos los huesos, músculos, dientes, pelos.
Al llegar, salvo unos pocos ranchos de pescadores, el resto era un paisaje infinito de arena y mar. No había casas de material noble, no había nada, siempre éramos los primeros veraneantes. Mientras los adultos construían el rancho de esteras, cañas y palos de eucalipto, los menores nos apurábamos en darnos el primer chapuzón.
Los primeros días nos protegíamos con alpargatas de lona, que en dos semanas descartábamos para andar descalzos el resto de la temporada. La misma adaptación al sol y al calor experimentaba el resto del cuerpo, al comienzo con polos o camisas muy ligeras, para un proceso de bronceado que pasaba por heridas en la cara, hombros, piernas, brazos y empeines y terminaba por formar una capa de piel gruesa y tostada que nos hacía inmunes a los rayos ultra violeta. Al menos eso es lo que creí hasta que un médico diagnosticó cáncer a la piel.
Ocurre que la energía de los rayos UV se acumula en las células y después de años se manifiesta como carcinoma basocelular, pequeñas heridas que brotan de manera espontánea y los médicos tratan extirpar si son pequeñas o con nitrógeno líquido inyectado a menos 30°C.
La playa tiene el encanto de un océano que adivinas infinito, hasta que el tratado de límites marítimos con Chile confirma que son solo unos pocos metros más allá de la orilla.