Tu cabeza en mi hombro cantaba Enrique Guzmán, Only You,” Los Platters” o La ciudad duerme, “Los Iracundos” y nos apurábamos a invitar a bailar a la chica que con ojitos cómplices había anticipado estar de acuerdo.
Eran otros tiempos, cuando a nadie se le ocurría ir en jeans y zapatillas. Las chicas siempre de falda, las más atrevidas con minifalda y nosotros teníamos que usar terno, si la invitación era formal o saco sport y zapatos brillantes, lustrados, como nuevos y perfumados con algo de Flaño, una loción que traían de Arica.
Los que frecuentábamos las fiestas de adolescentes éramos los mismos, con algunas variantes repetíamos los fines de semana la cita con la música y el baile, de una agenda que continuaba el domingo en la matiné del Cine Colón, ahora inexistente.
Cada baile dura entre dos o tres minutos que podían pasar tan rápido que poco o nada podías conversar. Peor si no llegabas a coordinar bien con la pareja los suaves movimientos de las baladas o rock lento, ese par de minutos podía convertirse en un tiempo eterno.
Se trataba de llevar el compás, el ritmo, con un balanceo respetuoso, sin presionar su cuerpo, cintura, ni mano. Las cumbias y merengues eran la parte alegre y divertida.
Para no exponerse a un mal rato, perder el paso, ni quedar descolocado, mejor bailar con aquellas que ya antes habías conseguido articular el desplazamiento en los pequeños espacios libres que dejaban las otras parejas. Entender como baila la otra persona, acomodarte a sus pasos y amoldarte, resultaban claves para conseguir acepte una próxima invitación.
No se trataba de sacar a bailar por sacar, a cualquiera. Ambos se escogían de distinta manera y por diferentes razones, la primera de ellas era saber bailar y para eso había que saber cómo baila ella. Un movimiento imprudente, un mal paso podían quitar el encanto mágico que regala el baile.
Las fiestas de 15 años se convirtieron luego de 16, 17 y así sucesivamente hasta que otras ocupaciones como el trabajo, me fueron apartando de esa sana diversión.
Las fiestas juveniles resolvían de buena manera la distancia que entonces existía entre los adolescentes, separados en los estudios por sexo. Colegios de hombres y colegios de mujeres. No había colegios mixtos.
Socializar entre adolescentes es un factor trascendente para el desarrollo de la personalidad. Entablar relaciones de amistad y compañerismo ayuda a la salud emocional, a la convivencia y a tener confianza en los demás.
Los amigos son el soporte emocional, en las buenas y en las malas, cada amigo, cada amiga es una experiencia única, irrepetible y mejor si se basa en esa relación adolescente desprovista de intereses inmediatos, sin esperar nada a cambio.
Los bailes de adolescente me ayudaron a entender a las personas, a conocer amigos y compañeros que conservo frescos en la memoria y el corazón.