Pasear por Chile sin un peso en el bolsillo obliga a buscar maneras ingeniosas de conocer personas y atender necesidades básicas como la alimentación, más cuando se tiene buen apetito.
En Rancagua conocí un grupo de muchachos con los que jugué billas (pool), ganar a veces da estatus en la tribu y de entretenerme con los tacos pasé a incursionar en una cacería de loros, liderados por Jimmy Aldridge.
Anduve con la mochila incorporada de modo que solamente tuve que seguir caminando, entre cerros verdes, estrechos riachuelos que se convierten en ríos y una laguna junto a la que establecimos el campamento.
Desde allí partió la expedición a la zona de los loros, muy bien estudiados en sus costumbres y los esperamos al caer la tarde, cuando en bandada y haciendo bulla regresan a sus nidos, a los árboles más altos.
Cuatro escopetas de pequeño calibre dispararon al mismo tiempo, cuando las alegres aves de plumas verdes llegaron a la zona y dos cayeron mortalmente heridas.
Recordé esa travesía por la cordillera vecina a la mina El Teniente, cuando hace pocos días volví a recibir la visita de una bandada de loros que se posa en los árboles frente a mi departamento y con la misma bulla anuncian que están de regreso.
Pasan allí la noche, ocurre cada cierto tiempo y se dan maña para llamar la atención y decirme que no me olvidan, me piden cuentas y les digo que no disparé, no tenía escopeta y hasta hoy me resulta difícil pensar que podría jalar el gatillo.
Los loros de San Borja son los mismos que recorren algunos distritos de Lima, alegrando el oído de quienes están atentos y dispuestos a oírlos en ese bullicio que encierra una protesta o su manera de gritar al mundo que también existen. Estuvieron hace poco más de un año, el día que se casó Luis Javier, mi hijo menor.