Un día, saliendo de Rancagua me encontré en la carretera con dos muchachas de más o menos mi edad, con mochilas más grandes que la mía y mientras esperamos que nos den un aventón conversamos y rápidamente nos hicimos amigos.
Yo me dirigía a Concepción y ellas a Los Ángeles, una ciudad ubicada antes, a poco más de 100 kilómetros de mi destino ese día y un camionero nos ofreció llevarnos y seguimos conversando en la tolva, la carreta, sobre restos de pastos y alimento de ganado.
No recuerdo sus nombres, eran de Córdova, Argentina y habían hecho trámites para seguir cursos gracias a convenios entre universidades y por invitación de ellas las acompañé hasta que recibieron las llaves de su habitación en la residencia universitaria.
Me animaron a que me quede, que estudie cualquier cosa y tendría derecho a quedarme en la residencia y recibir alimentación gratis.
Pero no era tan sencillo, no tenía ningún documento, ni siquiera de identidad, ni certificados de estudios, ni convenios ni nada que ayudara a esa gestión. No estaba en mis planes y no podía exponerme a comenzar trámites que podrían demorar meses y finalmente sin resultados positivos.
Descubrí una ciudad amigable con avanzados logros en agricultura, ganadería e industrias forestales. No sé cuántas, pero seguramente varios miles de hectáreas dedicadas a la silvicultura, a la formación cuidado y explotación de bosques forestales. Desde hace más de cien años explotan el pino radiata, una variedad que se desarrolla muy fácilmente y brinda posibilidades de empleo a numerosas personas en viveros, plantaciones, aserraderos e industrias conexas.
Conocí en Cajamarca una experiencia similar, en la Granja Porcón, que con lo impresionante de sus logros resulta apenas una muestra de aquello que conocí en esta zona de Chile, en Los Ángeles, donde dejé amistades que hoy evoco como un bonito recuerdo.