Llegué a Valparaíso en un tren de carga junto a un amigo chileno que escapó de su casa y conocí en el camino, como yo, sin un peso en el bolsillo. Después de conversar varias horas me confesó que era de familia acomodada, no de grandes millonarios pero si con casa en Viña del Mar.
Y efectivamente, era cierto, apenas llegamos a Viña fuimos donde una de sus tías que nos brindó alojamiento. Comenzamos por bañarnos y lavar la ropa, el tren transportaba carbón. Pasé unos días frente al mar, en el balneario más famoso de Chile.
Ella, ella ya me olvidó
Yo, yo no puedo olvidarla
Yoooooo, yo no puedo olvidarla.
Cantaba Leonardo Favio en el festival y conseguimos entradas para la Quinta Vergara, donde todo era una fiesta. Se armó una “patota” que es la mejor manera de disfrutar el show.
Estuve una semana y la mayor parte del tiempo en el estero, que me dio la impresión de cauce semiseco de un río que pocos metros más allá llega al mar, punto de reunión nocturna de “raidistas”, todos argentinos.
Cuarenta años después volví a Valparaíso invitado por el Congreso de Chile, como parte de una delegación de funcionarios del parlamento peruano, cuando dirigía el canal de tv del Congreso.
Cambié los hot dog callejeros por un almuerzo en el restaurante del piso 14 del nuevo edificio construido por Pinochet y pude paladear los más finos vinos que jamás había probado.
El estero cambió completamente, fue remodelado igual que la carretera costanera y el malecón; ahora dan la imagen de una ciudad moderna, limpia y ordenada.
De los amigos que conocí en el camino nunca más tuve noticias, no conservé nombres ni direcciones, a los 18 años pensaba que la vida acaba muy pronto y no tendría tiempo, que ahora me sobra, para escribir cartas de agradecimiento. Tal vez algún día otros caminos nos vuelvan a reunir.