Las invitaciones para celebrar cumpleaños resultaban toda una aventura, una excursión a mundos desconocidos, a casas a las que generalmente entrabas por una calle y salías por otra. Había que llevar un regalo y ahí conocías otros niños, con los que compartías los mismos entretenimientos, los mismos juegos grupales.
Entregar el regalo al dueño o dueña del santo era la parte más complicada del protocolo, por el abrazo, ahora prohibido, poco acostumbrado entre menores. Entonces nos colocaban un gorro de papel crepé.
No faltaba alguno que permanecía siempre sentado, quieto, mirando a ninguna parte, asustado de su suerte, asombrado del ruido, del bullicio, de la chilla, del alboroto descontrolado. Optar por jugar significaba correr hasta que la transpiración resbale por la frente, moje mejillas y penetre a los ojos, con ese salado que arde y nubla la mirada.
Hapyverdituyu y queremos que partan la torta es todo un triunfo. Queríamos seguir correteando. Algunos cantaban con fuerza y entusiasmo, mientras otros se escondían a la hora de la foto que pasaba a formar parte del álbum familiar.
No faltaban mamás que operaban sofisticados tocadiscos, de discos de vinilo de 33 o 45 rpm, colocaban la aguja y querían que bailemos, como hacen los grandes, tomando a las niñas de la cintura y mientras ellas, muy señoritas, muy serias, iban a un lado, poníamos empeño en ir por el otro y al final todo acababa en una gran carcajada.
La despedida siempre resultaba interesante por el cucurucho que recibíamos llenos de dulces coloridos y una sorpresa, que podía ser un pequeño juguete, el favorito del día.(18-05-20)