Trujillo es una de las pocas grandes ciudades de la costa con vista al mar y el balneario favorito es Huanchaco, famoso por sus caballitos de totora, herencia de los pescadores mochicas y anticipo del surf mundial.
Es un distrito ubicado en el extremo sur de la pista del aeropuerto del mismo nombre, con alrededor de 80 mil habitantes y muy cerca de la orilla, en primera fila, están los hoteles y restaurantes que ofrecen un atractivo menú basado en pescados y mariscos.
Don Lucho es mi restaurante favorito, donde además de los clásicos ceviches y tiraditos, preparan el famoso cangrejo reventado, con algas, yuyo o mococho, huevo, ají verde, chicha de jora y papa amarilla.
Desde un amplio balcón del segundo piso, sin vidrios ni ventanas, respirando la reconfortante brisa marina y saboreando toda una variedad de refrescos, puedes observar pescadores montados en sus caballitos, los bañistas jugando con las olas, turistas tomándose fotos sobre un manso caballo de verdad o el horizonte infinito, allí donde el mar y el cielo se ven igual de azules.
César Rojas Ayesta era un periodista jubilado de Panamericana, maestro de ceremonias radicado en el balneario y cariñoso anfitrión que me invitó a degustar una enorme variedad de potajes, al tiempo de contarme historias de una región rica en leyendas que se van perdiendo en el tiempo.
Años después de mi estadía en Trujillo lo invité a trabajar juntos en una aventura que emprendería desde Chimbote, pero la fatalidad de un accidente poco posible, de dos buses de la misma empresa que chocan frontalmente en plena carretera, se llevó al amigo que me acompañó a almorzar los días miércoles de todas las semanas, durante dos años.
Eso sucedió hace más de quince años y sus hijos muy jóvenes, dos mujeres y un varón, son ahora experimentados periodistas, una profesión a ratos ingrata, pero que con algo de suerte permite cambiar rumbos y conocer mundos aparentemente tan parecidos, pero también tan distintos dentro del mismo país.