Además de saborear el jugoso adobo de los domingos, la ensalada de cabeza de chancho y los camarones, algo que siempre hago y seguiré haciendo cada vez que vaya a Arequipa, es visitar el Convento de Santa Catalina.
Lo hago con la puntualidad de quien viaja y debe visitar siempre, de todas maneras, a un pariente no muy lejano y es cierto, puesto que en uno de esos pequeños departamentos en los que vivían las monjas de clausura existe un cartel con mi apellido.
Entrar a Santa Catalina es mucho más que cumplir con un compromiso, es introducirse en el túnel del tiempo para caminar por los mismos pasillos que usaron esas mujeres que consagraron su vida a Jesús.
Ellas entraban muy jóvenes a un convento que tenía entre sus reglas no volver a ver, ni dejarse ver por nadie el resto de sus vidas. Ni por sus parientes más cercanos.
Hacían votos de silencio y oraban pidiéndole a Dios por la salvación de todos nosotros. Se sabía de ellas por sus dulces, bordados y artesanías con motivos religiosos, con los que ayudaban al sostenimiento de esa pequeña ciudad encerrada en el corazón de Arequipa.
Son más de 400 cuadros con oleos coloniales restaurados y expuestos entre finos marcos de madera labrada y ambientes que conservan detalles de un mundo que permaneció escondido en el tiempo.
Se reanudaron los vuelos a la ciudad blanca y en forma paulatina vuelven a girar las pesadas piedras del Molino de Sabandía y de la industria del turismo.
Arequipa, como Cusco, Trujillo y varias ciudades depende en gran parte de gente que viene de todas partes para admirar aquello que a veces nosotros no le damos importancia.
Todavía hay algunas monjas en Santa Catalina, que en este momento deben estar orando para acabar con la epidemia que tanto daño está causando.