Descubrí las manzanas acarameladas cuando era muy pequeño y me llevaron a una función de circo, de esos donde los payasos dejan sus chistes a un lado para ofrecer a los niños algodón de azúcar, turrones y esas manzanas rojas y brillantes cubiertas de una capa de caramelo que las hace más tentadoras.
Y cuando das el primer mordisco y saboreas algo de esa capa de azúcar derretida, recién le encuentras sentido a ese olor de dulce quemado que se confunde con el de aserrín del piso.
Incrustan un palito, un trozo de caña, en el corazón de la manzana que tiene un color muy llamativo debido al colorante que agregan al azúcar. Con estas manzanas arman un arbolito de fantasía que recorre las galerías del circo.
Cuando terminé de comer esa primera manzana me llevaron, en media función, a lavarme las manos y la cara y poco faltó para que me bañaran. Nada importaban los payasos, malabaristas ni las fieras amaestradas.
Y mala suerte si te gustó la manzana azucarada debido a que comenzarás a buscarla en los stands de ferias y juegos mecánicos, cerca al cine, los mercados y en la puerta del colegio.
Con el tiempo y algo que escuché por ahí, cambié las manzanas por membrillos a los que cortaba cuidadosamente la parte superior, que quedaba de tapa, quitaba el corazón de pepas y lo llenaba de azúcar. Así los metía al horno para conseguir un postre exquisito en el que se funde el ácido de la fruta con el dulce del azúcar, como para figurar en la carta de algún restaurante distinguido.
Los plátanos bañados en miel de abeja y acompañados de helados o licuados con leche y algarrobina y los duraznos al jugo con algo más que unas gotas de vino, completan el póquer de frutas endulzadas que el sobrepeso y la edad me prohíben.
Ahora si alguien me ofrece una manzana azucarada le debo mirar detenidamente, por si de pronto descubro le asoma por ahí una cola delatora.