Conocer lo que ocurrió en Lima el 5 de febrero de 1975, es suficiente para comprender el ambiente que se vivió durante el gobierno de Velasco Alvarado. Ese día, muy temprano, a escasos seis meses del golpe que acabaría con la primera fase de la dictadura, se produjo el saqueo de establecimientos comerciales, incendio de oficinas gubernamentales, destrucción de uno de los diarios estatizados y masacre de numerosos civiles confundidos entre la turba que asoló la ciudad. La historia del 5 de febrero comenzó el 31 de diciembre de 1974, cuando un grupo de periodistas logra acercarse a la comitiva del presidente Velasco, pese a que había ordenado que ningún hombre de prensa se aproxime, pues tenía la conciencia sucia por la estatización de los diarios y la incomodidad de una pierna amputada. El general Enrique Ibáñez, jefe de la casa militar, montó en cólera y agredió al policía que había permitido este desliz, le gritó delante de todos, le asestó una bofetada y dispuso que los policías comprometidos en este incidente sean trasladados a su cuartel de origen, radio patrulla, en la cuadra 16 de la avenida 28 de Julio, en La Victoria, a una cuadra del cine “28 de julio”, dedicado a la exhibición de películas pornográficas.
En el cuartel policial se solidarizaron con sus colegas y dispusieron la libertad de los confinados en el calabozo. El general Ernesto Olivares Montano, lejos de recriminarlos manifestó su simpatía con sus compañeros de armas. El personal no salió a cubrir el turno vespertino. El descontento de la familia policial venía desde mucho antes, debido a que pese a ser uniformados, como en el ejército, marina y aviación, no participaban en el reparto de la torta gubernamental. No estaban invitados a cortar el salame. Ni qué decir del personal subalterno que además de apaciguar a un pueblo descontento con la dictadura, tenía que sobrevivir con un sueldo de hambre, insuficiente para satisfacer sus necesidades familiares mínimas. La palabra huelga comenzó a oírse en las comisarías de toda la ciudad de Lima. Y tanto se habló de huelga policial que la protesta se convirtió en huelga el lunes 3 de febrero, cuando con una plataforma que reclamaba aumento de sueldos, pedían también reorganización de la institución y desagravio para los policías maltratados. Al día siguiente, martes 4, se dispuso la intervención del ejército en vista que los policías se negaban a salir a las calles, en evidente disconformidad contra un gobierno que resultó negativo para sus aspiraciones económicas y profesionales.
Tanques de guerra amanecieron el miércoles 5 en La Victoria. “La rica Vicky” estaba movida y en pocos minutos entraron al cuartel sin encontrar resistencia alguna. Los policías abandonaron el servicio y quienes quedaron fueron detenidos y encarcelados. Habían dejado la ciudad en manos de turbas que comenzaron a saquear los centros comerciales. Lima cuadrada estaba en manos de vándalos que rápidamente aprovecharon la falta de vigilancia para entrar a tiendas y almacenes, ante la desesperación de sus propietarios. Era una ciudad sin Ley.
No fueron solamente delincuentes y saqueadores, hubo también grupos de estudiantes cercanos al Apra y Patria Roja, que salieron de las universidades de San Marcos, Villarreal y Garcilaso de la Vega, para dirigirse al Centro Cívico, a las oficinas del Sistema Nacional de Movilización Social, Sinamos, aparato de inteligencia y promoción del gobierno y les prendieron fuego; así como al Casino Militar de la Plaza San Martín y a las oficinas del diario Correo, en la avenida Wilson. La situación se complicaba y aunque con algo de demora, como suelen tomarse las decisiones más difíciles, el gobierno dispuso la salida de tropas y tanquetas que recorrieron la ciudad y a fuerza de balazos lograron controlar la situación y devolver la calma. El balance oficial fue 86 muertos, 155 heridos y más de mil detenidos. El jefe de la región militar que dispuso la movilización de las tropas fue el general Leonidas Rodríguez Figueroa, que con Enrique Bernales, Marcial Rubio, Rafael Roncagliolo, Jorge Fernández Maldonado, Alberto Borea Odría, Carlos Urrutia y Manuel Benza Pflucker fundó el partido socialista de los trabajadores.
Aldo Panfichi, catedrático de la Universidad Católica concluye que “los sucesos del 5 de febrero, constituye una crisis urbana con diversas y significativas acciones de masas. La crisis se origina en una fisura ocurrida dentro del bloque militar que detentaba el poder y que crea las condiciones para la expresión violenta y masiva de contradicciones sociales e institucionales de diversa índole. De esta manera, se generaliza y paraliza por algunas horas el sistema político y el orden social en las calles de Lima. La generalización solo es posible por la convergencia y encadenamiento de varios procesos: huelga policial, manifestaciones políticas de protesta y actos de vandalismo y saqueo”.
Las víctimas del 5 de febrero no fueron únicamente quienes murieron como consecuencia de las ráfagas de metralla, disparadas por soldados que no distinguían saqueadores de transeúntes. Un primo de mi esposa que acababa de llegar de Estados Unidos con un sombrero tejano, se vio envuelto en el laberinto, sin entender de qué se trataba, alzó los brazos para proteger a un heroico oficial de policía que salvó de ser linchado por la turba. La escena del joven con los brazos en alto y con llamativo sombrero apareció en varias páginas de uno de los diarios de la dictadura, culpándolo de ser dirigente del saqueo. Jorge, al ver al día siguiente su foto en primera página, antes de ser delatado erróneamente, acude a una comisaría para ponerse a disposición de las autoridades y aclarar la situación, intentó explicar que estaba de paso, que paseaba por el centro donde hacía compras, puesto que regresaría pronto a Estados Unidos donde vivía junto a su madre. Estuvo preso un año, sin juicio ni abogado defensor. Mi suegro, teniente coronel del ejército, nada pudo hacer por salvar a Coco de su injusta, arbitraria y abusiva detención. Era uno de los muchos sistemas ideado por la dictadura para encerrar a quienes veía como sospechosos de ser opositores al régimen, sin tener que procesarlos judicialmente. Un recorrido por distintas comisarías, una suerte de ruleteo. Un año después pudo retornar a Estados Unidos a intentar rehacer su vida junto a su afligida madre. A principios de este siglo fui invitado por el periodista Elmer Olórtegui “El paiche” a comentar el libro “El señor de los incendios” del abogado Manuel García Torres, en el salón consistorial del municipio de Trujillo, que narra al detalle lo ocurrido en Lima el 5 de febrero de 1975.
César Quincho, narrador de noticias en Radio Macedonia de Ayacucho me contó el caso de su padre, Don Cirilo Quincho Huamaní, quien se ganaba la vida en un puesto para arreglar zapatos, en una esquina de la avenida México, detenido en una de las frecuentes redadas policiales en La Victoria. Su madre se enteró cuando recibió las llaves del quiosco de manos de un vecino que había estado en el mismo centro de reclusión. Don Cirilo volvió a casa después de un mes. Pero el mismo César me contó el caso de otro vecino, arrebatado por policías de los brazos de su esposa, que nunca más regresó.
El 5 de febrero fue un síntoma visible de la fragilidad de la dictadura, símbolo de un malestar generalizado, de una protesta callejera que advertía un reclamo muy grande por falta de libertad, por ausencia de democracia. El general Ibáñez resultó vecino de mi primo Rubén Ugarteche, que hace unas semanas me envió el siguiente mensaje “Acabo de leer en el diario “El Comercio» que ha fallecido nuestro antiguo vecino de la casa de al lado de la calle Monte Real (primera cuadra) en Chacarilla del Estanque, el señor Enrique Ibáñez Burga. Gracias a él nuestra casa tuvo vigilancia las 24 horas durante siete años dado que fue el Jefe de la casa militar de palacio de gobierno con el general Velasco. Don Enrique Ibáñez Burga llegó a general de brigada y creo que perteneció al cuerpo de caballería del ejército. En lo personal desde niño me tuvo bastante aprecio llegando incluso a transferirme su caballo y montura. Era medio hermano de unos parientes nuestros (los Ibáñez Quiñones) y cuñado de nuestro tío Manuel Aguirre Roca. Descanse en paz don Enrique. El General Ibáñez hasta donde sé, fue una persona honesta. Vivió en su misma casa que adquirió mediante un préstamo de la mutual El Pueblo y que luego, como muchos vecinos de Chacarilla, vendió para irse a un departamento”. («El Tacnazo de Morales Bermúdez»)